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La llegada del dolor físico

La llegada del dolor físico 

1. CRISTO IRRADIA SALUD.

Según el testimonio unánime de los Evangelios, Jesús fue un hombre de gran capacidad emprendedora, resistente a la fatiga y realmente robusto Es un rasgo que le diferencia de otros célebres fundadores de religiones. Cuando Mahoma desplegó el estandarte de profeta, era un enfermo, de herencia sobrecargada y con el sistema nervioso en desequilibrio. Buda estaba psíquicamente deshecho y agotado cuando se retiró del mundo.

En cuanto a Jesús, nunca se ha podido hallar la menor alusión a enfermedad alguna. Sus sufrimientos consistieron en privaciones y sacrificios que le impuso su vocación de Mesías Su cuerpo aparece singularmente resistente a la fatiga. Prueba de ello es su costumbre de empezar su obra muy de mañana. "Por la mañana, muy de madrugada, salió fuera a un lugar solitario a orar" (Mc. 1, 35). "Al alba, llamó a sus discípulos, y escogió doce entre ellos" (Lc. 6, 13).

La misma impresión de salud, de frescura y vigor se desprende de la radiante alegría que encuentra en la naturaleza. Ama particularmente los montes y los lagos. Después de un día penoso de trabajo, sube resuelto a una altura desierta, o al anochecer, se deja conducir por las aguas del lago de Genesaret en la calma vespertina (Mc. 4, 35; 6, 46).

Sabemos, además, que toda su vida pública transcurrió en continuas caminatas a través de los cerros y llanuras de su patria, de Galilea y Samaría y Judea, y aún hasta la región de Tiro y Sidón (Mt. 15, 2.1)'. Y estos viajes los hacía sin equiparse, como recomendaba a sus discípulos: "No llevéis nada para viaje, ni bastón ni alforjas y tampoco pan o dinero" (Lc. 9, 3). Y así el hambre y la sed fueron frecuentemente sus compañeros.

Se ha dicho con razón, a este respecto, que su última subida de Jericó a Jerusalén fue una notable proeza. Bajo un sol ardiente, por caminos sin una sombra y atravesando montes rocosos y solitarios, realizó su viaje en seis horas, debiendo superar una altura de más de mil metros. Es asombroso que a su llegada no se sintiera fatigado. Aquella misma tarde tomó parte en un festín que le prepararon Lázaro y sus hermanas (cf. Ioh. 12, 2).

Jesús pasó la mayor parte de su vida pública no en el sosiego hogareño, sino al aire libre, en medio de la naturaleza y expuesto a todas las intemperies. Los lugares de su nacimiento y de su muerte están apartados de los que frecuentan los hombres.

Entre estos dos extremos, el establo de Belén y la cima del Góigota, se desarrollo su vida, más errante y más pobre todavía que la de los pájaros en sus nidos y las zorras en su cueva. Si entraba en alguna casa, era en la de sus amigos y conocidos. El mismo no tenía dónde reclinar su cabeza (Mt. 8,20). Debió de pasar muchísimas noches al aire libre, y así le eran tan familiares los lirios del campo y las aves del cielo.

Ello supone un cuerpo absolutamente robusto. Esa vida errante estuvo además, llena de trabajo y penurias. En muchas circunstancias, advierte Marcos, no tenia tiempo para comer (Mc.3, 20; 6, 31). Hasta muy entrada la noche acudían a Él los enfermos (Mc. 3,8) y también sus enemigos, saduceos y fariseos, llenos de malicia. Era la ocasión de confrontar doctrinas, de largas y penosas discusiones, de luchas peligrosas en tensión continua Finalmente, seguían las explicaciones prolijas a los discípulos, con la pesada carga que le imponían aquellos espíritus poco despiertos y llenos de preocupaciones mezquinas.

Un temperamento enfermo o simplemente delicado no hubiera podido resistir. Jamás, aún en las situaciones más impresionantes y peligrosas, perdió Jesús la serenidad. Una vez, por ejemplo, en medio de la tempestad desatada en el lago de Genesaret, continuó durmiendo tranquilamente hasta que sus discípulos le despiertan bruscamente de su profundo sueño, y al instante y con la mayor tranquilidad se da cuenta de la situación y la domina.

2. LLEGA EL DOLOR A LA VIDA DE JESÚS.

a) DOLOR MORAL. En la hora de Getsemani este sufrimiento permanente llega a su paroxismo.

La vida de Dios escapa al tiempo y a la transformación. Está fijada en un presente simple e infinito, en tanto que la del hombre pasa, sube y baja. En el Señor había los dos aspectos, el eterno presente y la transformación en el tiempo, por lo cual este sufrimiento debió tener sus vicisitudes, sus cambios de volumen, de insistencia y agudeza. Pero en aquel momento llegó la hora en la que todo había de ser "acabado".

¿Quién pretende saber o llegará a saber cómo trató Dios, el Padre, a Jesús? Era el Padre cuyo amor infinito, que es el Espíritu Santo, se dirigía siempre hacia el Hijo. Con todo, llega un momento al que se aplicarán las palabras: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Mt. 27, 27-46) Si no preferimos callar respetuosamente ante ellas, habremos de decir forzosamente que el Padre dio a entender a Jesús que éste era como el hombre caído y rechazado por Dios, que Jesús en aquella hora quedó identificado con nosotros en una medida que está sumergida en el más profundo misterio. Pero esta identificación no se realizó tan sólo en los últimos momentos de la Cruz, sino que debió empezar antes. El Padre debió enfrentarse ya antes al Hijo como se enfrenta al pecador cuya existencia había hecho suyo Jesús. Podemos decir tal vez que, en la hora de Getsemani, el conocimiento que Jesús poseía del pecado y la caída de los hombres se erigió ante El con agudeza suprema, bajo la mirada del Padre, que empezaba a "abandonarle". Su temor visible, su estremecimiento, su "oración más intensa" y el sudor "que como gruesas gotas de sangre corría hasta la tierra", todo esto fue la última señal visible de su sufrimiento intenso, consecuencia de su conocimiento. Puede compararse a un torbellino que, en la superficie del mar, es la señal exterior de un catastro fe desencadenada en el fondo y cuya trascendencia no puede medir nuestra imaginación.

En la hora de Getsemani, el corazón y el espíritu de Jesús experimentaron profundamente lo que es el pecado a los ojos del Dios justo y vengador. Su Padre le exigió que tomara sobre sí este pecado como suyo, Jesús vio por decirlo así, la cólera del Padre contra el pecado dirigida contra su propia persona, que había querido cargar con este peso, y vio cómo el Dios Santo se apartaba de El y le "abandonaba".

Hablamos "humanamente". Acaso sería mejor callarse. En esta hora Jesús aceptó la voluntad del Padre y renunció a la suya propia. "Su" voluntad no era afirmarse contra Dios, lo cual habría sido el pecado. Esta "voluntad" no fue, sin duda, más que el temblor de un ser tan vivo y tan puro como El ante el hecho de verse en estado de pecado y no a causa de una falta personal, sino a consecuencia de una apropiación infinita del amor substituyente, sabiendo que se había convertido en Aquel hacia el que se dirigía la irá de Dios. La aceptación de todo esto quedaba expresada, sin duda, en sus palabras: "No sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú".

He aquí lo esencial de la lucha en esta hora de agonía. Lo que siguió luego fue la realización de esta hora, la ejecución de lo que el espíritu y el corazón habían anticipado.

'La soledad de Jesús es tan grande que apenas podemos atrevernos a hacer reproches a los apóstoles. Su menguada capacidad de compasión debió deslizarse por la superficie de este sufrimiento infinito como queda indiferente el corazón de un niño en una profunda desgracia sobrevenida a las personas mayores que le rodean; el niño se aparta, se pone a jugar o se duerme. ¡Cuan profunda ha de ser la soledad de Jesús, puesto que la única reacción de los discípulos es esta indiferencia!

No hay nadie que haya visto, ni antes ni después, la existencia "'acornó Jesús la vio en aquellos momentos, en aquella hora, en la que el corazón humano de Jesús sostuvo el mundo, arrancado a la mentira y visto en su sombría realidad como Dios lo ve siempre.

Entonces "la verdad fue realizada en la caridad". Y con ello Jesús estableció el punto de partida gracias al cual nosotros también podemos rechazar la mentira. Porque la Redención consiste para nosotros en colocarnos en el lugar donde se halla Cristo, en mirar el mundo con los ojos de Jesús, en sentir el mismo horror por el pecado que El. El núcleo fundamental de la existencia cristiana consiste en estar decidido y dispuesto a adoptar ante el pecado esta actitud y considerarla como el punto decisivo, el principio y fin de todo.

b) EL DOLOR FÍSICO. Este relato de la pasión encierra verdad sagrada.

Su estilo nada tiene de retórico. Se narra con sencillez lo que acaeció y lo que se dijo. No hay ni una palabra que sugiera lo que pasó en el interior de Jesús o en el del narrador. Bástenos pensar cómo la presentaría un escritor moderno, para sentir la sencillez con la que se narra aquí el acontecimiento fundamental de nuestra Redención. He aquí por qué es tan grande la credibilidad y tan insignificante la apariencia permítasenos la expresión de este relato. Cada una de sus frases está dotada de un significado infinito que no se nos da a conocer más que proporcionalmente a nuestra gravedad y nuestro amor. Es natural que los fieles hayan hecho de estas pocas páginas un comentarlo viviente, todo él tejido de contemplación, oración y acción simbólica: el Vía Crucis.

¡Cuan misteriosa e inquietante es la actitud de Jesús! Hay que despojarse de la costumbre dos veces milenaria de ver en El familiarmente al "Buen Maestro", modelo de paciencia y caridad, y sentir cuan "Desconocido" es. ¿Qué sucede aquí? No se libra ningún combate potente; no se da ninguna respuesta estremecedora; no se revela ninguna grandeza misteriosa que domine a los adversarios, influya en su actitud, aunque no fuera más que para hacerles salir de sí mismos y, exarcebando su odio, inducirles a derribar a su adversario. El proceso sigue el curso previsto, consigue el fin a que tiende, y Jesús se conduce... ¿Cuál es la conducta de Jesús?

Es trágico ver que el mundo, desgarrado por el odio, se une por unos breves instantes contra Jesús. Pero, ¿qué hace el Señor? Todo proceso es en sí una lucha, excepto en este caso. Jesús no lucha. No argumenta. Nada refuta. No ataca. No busca partidarios. En cambio, deja que todo siga su curso, Incluso en el momento dado hace precisamente la declaración esperada por sus adversario y necesaria para que puedan condenarle. Las palabras y acciones de Jesús no están inspiradas por la lógica del proceso o las exigencias de la propia defensa, sino por otros móviles muy distintos. No se esfuerza por apartar algo. Pero su silencio no es ni debilidad ni desesperación.

Sólo acertamos a decir que es realidad divina, presencia santa y recogida, prontitud perfecta. Su silencio hace suceder lo que debe suceder.

Sin embargo, hay lucha, pero lucha obscura, contra la verdad. La verdad es tan manifiesta y potente que el proceso no parece tener sino una finalidad: obscurecer la verdad hasta tal grado que sea posible la sentencia condenatoria; preparar y hacer llegar el momento en el que pueda ser pronunciada esta sentencia sin que los hombres estallen y den testimonio de su falsedad, sin que el horror les disperse en todas direcciones. No hay defensa alguna, El mismo acusado no se protege. Allí sólo se encuentra la simple presencia de la verdad. Y la sentencia no se pronuncia hasta que la verdad ha sido lo suficientemente pisoteada para que los hombres ya no la perciban en esta hora tenebrosa. Nos lo muestra claramente Pilato. Es difícil hacerle justicia. No hay que olvidar que era el juez supremo del país. Por muy despiadada que se mostrara Roma, el derecho tenia en su imperio una majestad cuya apariencia debía, por lo menos, guardar un juez.

Podría objetarse que Pilato era un juez sin conciencia. Puede ser cierto, pero ello no explica su actitud durante el proceso de Jesús. Si sólo hubiese sido un hombre sin escrúpulos habría dirigido o dejado correr el proceso de manera que la sentencia condenatoria pronunciada contra Jesús como perturbador del orden hubiese guardado, al menos, las apariencias jurídicas. De hecho, actúa muy diversamente. Hace constar más de una vez, y hasta el último momento, que no hay delito, y luego contraviniendo toda justicia, pronuncia con perfecto conocimiento de causa una sentencia de muerte y de una muerte cruel. En general, se olvida esta contra dicción o se resuelve diciendo que Pilato era débil. Pero esta explicación no basta. Hay que decir que el juez es sumido tan profundamente en el error y la oscuridad por el "poder de las tinieblas" que no siente ya el horrible e infamante desatino que comete.

3. ¿CÓMO VIVE EL DOLOR EN LA PASIÓN?

Abrumados nosotros mismos por este misterio, no podemos ya seguir le más que de lejos, pidiendo a Dios se digne introducirnos en El. Simplemente al leer los Evangelios, dos puntos están fuera de duda. Su Pasión ha inundado realmente a Jesús, el dolor ha penetrado todo su ser, sin dejar lugar vacio; no obstante, permanece inquebrantable en su acción de gracias. Cierto esta acción de gracias no es ya la vibración de júbilo que le agitaba antes, ni aun la apacible seguridad que en el momento de resucitar a Lázaro le ponía cara al Padre. Desde que está cogido en el siniestro engranaje, desde que se ha abatido sobre El la angustia de la agonía, Jesús es inmediatamente invadido por el sufrimiento, y todas sus fuerzas físicas y morales bastan apenas a sobrellevarlo. Domina su miedo y su tristeza, pero ¡a qué precio! Conserva hasta el final su firmeza de juicio y de decisión; ni un instante aparece diminuido o solamente amenazado; muere en plena lucidez, sabiendo a dónde va, el instante en que El quiere. Pero no hay una palabra suya en los Evangelios que lleve trazas de una tregua, de un instante de misericordia en que hubiera podido respirar o tomar alguna distancia en relación con su sufrimiento. La carga está siempre allí, siempre tan agobiadora; las pocas palabras que pronuncia le son impuestas, se diría casi arrancadas por la situación. Es necesario que diga a Judas, a los policías que le prenden, a sus jueces, a las mujeres que lloran, por qué muere; es preciso que se sepa que perdona y salva. Dicho lo esencial, se calla, y su silencio no es por desprecio, sino, en primer lugar, por abatimiento; no hay fuerzas que perder, no hay la libertad de espíritu necesaria, sea para expresar lo que siente, sea para hablar de su Padre.

La Pasión de Cristo fue un sufrimiento parecido al nuestro, le acapara todo entero.

He aquí por qué a lo largo de todas esas horas en que, sin embargo nos da, muriendo por nosotros, el testimonio supremo de amor (Jn. 15, 13), no recogemos ni una sola confidencia suya, una sola palabra que nos diga del amor que rebosa de su corazón.

La acción de gracias de Jesús brotaba de su corazón al ver a Satanás precipitado del cielo como el rayo. Ahora la Pasión es la hora en que encuentra a su adversario (Lc. 22, 3, 31, 53)... Este podrá no solamente cogerle y llevarle, como en el desierto (Lc. 4, 5, 9), sino poner la mano en Él y encarnizarse contra El; podrá repetirle por voz de Heredes la tentación de antaño: "Si eres el Hijo de Dios, haz milagros"(Lc. 4, 3; 23, 8); podrá lanzarle el mimo reto: "Si eres el Hijo de Dios, baja, desciende de la cruz" (Mt. 4, 5; 27, 40), no obtendrá de El sino la misma respuesta : "El hombre vive de todo lo que sale de la boca de Dios" (Mt. 4, 4), " No beberé el cáliz que me da mi Padre?" (Jn. 18, 11). Lo que Jesús se alegraba antaño de ver como en profecía se realiza en su Pasión, y El lo sabe; el príncipe de este mundo ha sido derribado (cf. Jn. 12, 31).