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Violencia y esperanza

La espiral loca de violencia que sufre nuestro país produce naturalmente una sensación profunda de desesperanza: el poder corruptor del dinero, el desprecio por la vida ajena, el no vislumbrarse el final del túnel inclinan a ello. Cada vez a más personas de la sociedad les afecta directamente esa realidad: pasa de ser algo leído en los periódicos a experimentarlo en la propia carne, lo que es muy distinto. En el último año una prima mía fue asesinada y personalmente sufrí el robo a mano armada de mi auto; dos veces pasé por un lugar donde acabada de haber una balacera y escuché la detonación que a dos cuadras de mi casa acabó con la vida de una persona…
Se habla de la “guerra del narco”; lo duro de esa “guerra” es que es intestina, se da en nuestros hogares (cuando alguien sufre por tener un hijo drogadicto, o que vende drogas, o ambas cosas a la vez), en nuestras plazas y calles. Muchas veces no se sabe en quien confiar, la duda y la suspicacia invaden todos los ámbitos civiles: se sospecha que el vecino lava dinero, o que tal autoridad está corrompida. A la vez el terror crece al ver la crueldad y el desprecio por la vida de muchas ejecuciones, tal pareciera que se trata de una competencia de sadismo. El abismo de la vileza humana aparece inconmensurable y la actitud lógica es la desesperanza.
Es comprensible que el hombre desespere cuando se sabe solo y no tiene la certeza de que el camino elegido sea el más apropiado, o siquiera si conduce a algún lado y no al agravamiento del problema. Los hombres solemos mirar al cielo cuando ya no nos queda otra alternativa. Pensamos que quizá allá arriba haya alguien a quien nuestra vida la interesa, al palpar que en nuestra sociedad no vale nada y la cortina que separa la vida y la muerte es cada vez más tenue. Sin embargo, para otros espíritus “más realistas” este mirar arriba no es sino la proyección de las propias aspiraciones frustradas, cuando no una huída de la propia responsabilidad. Puede ser, personalmente no creo que sea así.
En mi corta vida (no alcanzo los 40 y la juventud se mide a partir de la edad del interlocutor mayor) he sido testigo, gracias a los medios de comunicación de dos situaciones en las que no se sabe como (o se sabe a posteriori, sin que nadie pudiera preverlo en ese momento) situaciones muy difíciles de la humanidad han encontrado un buen cauce. No por arte de magia, no es una “barita mágica”; lo cierto es que lo que parecía un imposible se hizo realidad. En ambas ocasiones además de los actores humanos directamente implicados, otros muchos intervenían a través de la oración, entendida como algo más que  buenos deseos.
Cuando el muro de Berlín cayó en 1989 la sorpresa fue generalizada. Es verdad que teóricos como Karl Popper o Daniel Bell no se tragaban la eficacia del comunismo. Pero nadie podía prever el modo, la forma y la rapidez con la que cayó. La “revolución de terciopelo” se le llamó. Pero lo cierto es que desde 1917 se venía rezando el rosario por esa intención y que el Papa Juan Pablo II en dos ocasiones consagró el mundo al Corazón Inmaculado de María, con esa finalidad, siendo además uno de los actores principales del cambio.
Otro caso más cercano es el de Colombia. Durante mi estancia en Roma (1996-2002) la intención por la que más se nos pedía rezar a los que estábamos en el seminario pienso que fue “por Colombia”. En efecto, las FARC, el narco, los secuestros masivos parecían no tener humana solución. Debo confesar mi poca fe: pedía por esa intención, pero la veía a un plazo de muchos años. A menos de 10 el panorama ha cambiado drásticamente para bien.
Estos dos ejemplos me animan a pensar que el poder de la oración es un medio para vencer la violencia y llenarse de esperanza: seguridad de lo que todavía no se ve; que si bien los hombres somos constructores de nuestro propio destino, de nuestra historia a través de las decisiones libres, no estamos solos. Dios también provee, dirige e interviene sutilmente en el mundo respetando delicadamente la libertad de los protagonistas y sirviéndose de los hombres. Pienso que se puede aplicar a México, y a muchas más realidades de nuestro planeta, por ejemplo al eterno conflicto entre judíos y palestinos, Libia, etc.: hay que rezar…