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Un Papa Mexicano

Andrés Manuel López Obrador no está solo en la historia de México entre los megalómanos que se atribuyen títulos, funciones y dignidades que no les corresponden. Muy conocida es la biografía de don Nicolás Zúñiga y Miranda quien, en tiempos de don Porfirio se hacía llamar presidente de la República, pero casi nada se sabe del otro personaje, un vividor o un chiflado, que se proclamó como el primer Papa mexicano con el nombre de Eduardo Primero.
 
El episodio del Papa Eduardo forma parte de la historia de las persecuciones que ha sufrido la Iglesia Católica en México y que en el Siglo XX se extienden desde Venustiano Carranza hasta Lázaro Cárdenas, realidad que el gobierno de la Revolución se empeñó en ocultar y desterrar de los programas educativos nacionales a tal grado que el grueso de la población casi nada sabe de esos conflictos y de la rebelión cristera que tuvo lugar durante los años de 1926 a 1929.

La furia anticatólica de los generales Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles llegó a extremos grotescos que serían risibles a no ser por los perfiles de tragedia que caracterizaron a los despojos, crímenes, atropellos contra religiosas y los abusos y el hostigamiento generalizado de que fueron víctimas los católicos y la jerarquía eclesiástica.

Disposiciones tan absurdas como la de prescribir que “por razones higiénicas” el sacramento del bautismo tenía que ser administrado con agua de la llave y no de las pilas bautismales, que sólo hubiera misas los domingos, que no se celebraran misas de difuntos, que no se recibiera la confesión sino a los moribundos y eso en voz alta y frente a un empleado de gobierno fueron algunas de las barbaridades impuestas por los jefes militares que iban quedando al frente de los gobiernos de los Estados, lo que después se sistematizo  en una legislación vergonzosa y en prácticas administrativas indignas de un país civilizado.
 
Tal situación llevó a los perseguidos a una acción militar que se llamó la rebelión cristera, la cual no ha sido estudiada, en lo general, con la debida profundidad ni con la necesaria objetividad.

Una de las maniobras del gobierno para combatir la fe de la mayoría de los mexicanos fue la creación de un organización cismática llamada Iglesia Católica Apostólica Mexicana, al frente de la cual se puso, con el título de Patriarca, al sacerdote renegado José Joaquín Pérez Budar, quien en el momento de su muerte pidió la presencia de un ministro de la Iglesia Romana para reconciliarse con su fe original.

Se tienen abundantes datos sobre la vida del Patriarca Pérez. Se sabe, por ejemplo, que nació en 1851 en Justlahuaca, Oaxaca, que se levantó en armas para apoyar el Plan de Tuxtepec  y que alcanzó el grado de capitán, que se hizo masón, se casó, enviudó y decidió entonces abrazar la carrera eclesiástica, que junto con un pequeño grupo de sacerdotes se prestó para encabezar el cisma mexicano, el cual no tuvo mayor resonancia, y que murió el 9 de octubre de 1931 auxiliado por un sacerdote católico.

Un estudio, patrocinado por la UNAM y publicado por el profesor Mario Ramírez Rancaño afirma que “en las filas del patriarca Pérez  se incubó una camarilla de vivales interesada en medrar en los templos que tenían en sus manos”.

“Ninguno de ellos –dice el profesor Ramírez Rancaño– se preocupó por reactivar la expansión de la citada Iglesia ni aportar nuevas ideas” y si la defección y encumbramiento de Joaquín Pérez a la dignidad de patriarca fue un acto caricaturesco, las palmas se las llevó Eduardo Dávila Garza, de quien no se tiene mayor información, al hacerse investir como patriarca, cardenal y finalmente como sumo pontífice con el nombre de Eduardo Primero.

López Obrador no está, pues, solo en la historia de los insignes megalomaniacos mexicanos. Pasará a la posteridad en compañía de ilustres camaradas.