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Tiempo y eternidad

Les escribo también con el propósito de hacer junto con ustedes algunas reflexiones en torno a un tema que ha sido objeto continuo de mi meditación toda mi vida, y especialmente en esta celebración anual que me permite agradecer a Dios Nuestro Señor el in

¡Venga tu Reino!

CARTA A TODOS LOS MIEMBROS DEL MOVIMIENTO «REGNUM CHRISTI»

10 de marzo de 1993

Muy estimados en Jesucristo:

En este día tan entrañable para mí, en que Dios Nuestro Señor me concede celebrar con gozo 73 años de vida, me dirijo a todos ustedes, miembros del Movimiento Regnum Christi, ante todo para expresarles mi profunda y sincera gratitud por las numerosas felicitaciones y ramilletes espirituales con que bondadosamente han querido acompañarme en esta fecha.

Les escribo también con el propósito de hacer junto con ustedes algunas reflexiones en torno a un tema que ha sido objeto continuo de mi meditación toda mi vida, y especialmente en esta celebración anual que me permite agradecer a Dios Nuestro Señor el inapreciable don de la existencia. Me refiero a la consideración del valor que tiene el tiempo en relación con la eternidad. Me mueve a escribirles estas líneas el deseo de hacerles partícipes de las luces que el Espíritu Santo me ha concedido a propósito de esta realidad inmediatamente palpable, que es la condición de la temporalidad del hombre. A mí me han iluminado tanto, que puedo decirles que han constituido uno de los principios rectores de toda mi vida, y me han impulsado a «gastarme y desgastarme» en esta vida, teniendo siempre ante la vista la eternidad que me aguarda.

Con mucho gusto les ofrezco estas reflexiones, con el deseo de que también a ustedes puedan ayudarles a aprovechar mejor el tiempo de su vida, para su propia realización personal y para bien de la extensión del Reino de Jesucristo. Se las ofrezco gustoso en esta hora mía, cuando ya la mayor parte de mi tiempo ha quedado a mis espaldas. Posiblemente la experiencia de que he podido hacer acopio en 73 años pueda serles de alguna utilidad.

Desde que yo era un adolescente, Dios Nuestro Señor me concedió la gracia de percibir con nitidez y hondura esta realidad que toca íntimamente la existencia de todos los seres humanos: la vida es un breve lapso, apenas un parpadeo, comparada con la eternidad que nos espera más allá de este paso fugaz por el tiempo.

Recuerdo que me gustaba subir por las tardes a uno de los cerros afuera de Cotija, mi pueblo natal; y desde allí, conversando con Dios, contemplaba allá abajo, al pie de la colina, el cementerio con sus tumbas adornadas de flores, más allá, en el llano, los tejados rojos del caserío, y como hincado en medio de ellos, el campanario con la cúpula de la iglesia parroquial. Me preguntaba, con las palabras sencillas que puede haber en la cabeza de un muchacho de pueblo de 13, 14 años, qué es esto de vivir, si a fin de cuentas todos venimos acabando en una tumba. En ese cementerio yacían los habitantes de Cotija de otros tiempos. Unos pocos todavía arrancaban lágrimas de la viuda o de un huérfano prematuro. Otros, los más, abandonados en completo olvido. Unos habían vivido en la opulencia: grandes terratenientes o hábiles comerciantes. Otros, en la angustia de una miseria nunca vencida. Unos y otros habían agotado ya su existencia. ¿De qué les habían servido a aquéllos sus riquezas? ¿Y qué sentido había tenido la vida pobre y afligida de éstos?

Y pensaba luego en los otros, en los vivos, los que trajinaban por las callejuelas y en la plaza principal, en las rancherías y en las haciendas vecinas; los que yo conocía y veía todos los días. Y pensaba también en los miles y millones de hombres que en otros pueblos, en otras ciudades, en otros continentes, tras los cerros aledaños, gastaban la vida en mil afanes, cada cual absorto en sus preocupaciones, desenmarañando la madeja indescifrable con que se teje la trama diaria de la existencia humana. Y pensaba que todos ellos andarían por esta tierra unos cuantos años, 20, 40, 80, tal vez más de un centenar; y al final, el misterio de la nada que parece engullir a los que se marchan. ¿Qué queda, pues, al cabo de la vida, si hasta el recuerdo de los mayores se diluye en la niebla de la memoria?

Años después, al recordar aquellas tardes solitarias de oración en la cima de una colina, me sorprendí de que en aquella corta edad pudiera plantearme tan seriamente los interrogantes medulares de la vida. Y descubrí que sin duda alguna era Dios quien inspiraba y dirigía mis reflexiones, queriendo disponer mi ánimo y mi alma para la gran tarea que me iba a asignar. Eran las reflexiones que atraviesan de punta a punta la historia de la humanidad; los interrogantes que cada generación ha tenido que afrontar; los enigmas que han tenido que resolver todos aquellos hombres que no se resignan a un puro vegetar por el mundo y aspiran a darse alguna trascendencia. «¡Vanidad de vanidades! ¡Todo es vanidad, y atrapar vientos!», predicaba Qohelet. «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?», inquiría Jesucristo a sus oyentes.

Me daba cuenta de que yo podía escoger entre dos caminos. Uno, el camino fácil del "tirar adelante" por la vida, sin mayor preocupación: buscarme una buena fuente de recursos para mi sustento y, eventualmente, para asegurar el futuro de una familia; tratar de ganar buen dinerito; soslayar del mejor modo posible las penurias de la vida; y gozar al máximo los pocos años que tenía delante de mí.

El otro camino se presentaba, con mucho, más arduo y escabroso. Se trataba de construir la vida, minuto a minuto, mirando hacia la eternidad. Tomar cada instante de mi tiempo como una oportunidad que Dios me concedía para hacer algo por Él y por el bien de mis hermanos. "Invertir", por así decir, cada segundo, en algo constructivo, en algo que sirviera para los demás, y me asegurara, además, la vida eterna.

La opción era clara. Y así, sobre aquella colina, al cobijo del crepúsculo encendido, iba madurando en mi interior, tarde a tarde, la idea y el propósito de que yo tendría que gastar mi vida entera por algo que en verdad valiera la pena; por algo que no se fuera a terminar cuando otros sepultaran mi cadáver; por algo que dejara una huella profunda en la historia y en el mundo; en una palabra, por algo que pudiera llevar conmigo a la eternidad.

Fue en ese clima interior donde se depositó, como en terreno abonado, el llamado de Dios a la vida sacerdotal, primero, y a emprender la fundación de la Legión y del Regnum Christi, después. Cuando ese llamado se me reveló, comprendí con claridad cuál había de ser el camino que yo debía recorrer para llenar en plenitud los años de vida que el Señor me quisiera conceder. Comprendí que el tiempo de mi vida en realidad no me pertenecía; Dios me llamaba a colaborar en su plan de salvación; lo importante, entonces, no era "mi" vida, ni "mi" realización, sino la realización del plan de Dios, del cual yo no era más que un eslabón.

A la vez pude comprender que no era lo más importante la cantidad de tiempo que tenía a disposición. Por lo demás, a nadie le es dado saberlo de antemano. Entramos a la vida en un punto determinado, pero una vez que emprendemos el camino nos acompaña siempre la incógnita del punto final, y sólo se resuelve cuando éste llega. Pero, aunque no importase la cantidad, una cosa era cierta: cualquiera que fuese la duración de mi vida, en todo caso ésta siempre resultaría corta, muy corta, apenas un punto en medio de la eternidad; por muchos años que yo pudiese vivir, las necesidades de la Iglesia y de los hombres seguirían siendo inmensas, diría inagotables. Por lo mismo, lo importante y lo urgente era aprovechar con avaricia, del modo más inteligente y productivo, el tiempo presente, cada momento presente.

Aquellas tardes de meditación en mi adolescencia, sobre una colina al sur de mi Cotija natal, me enseñaron también que las creaturas son medios que Dios me da para unirme a Él y alabarlo a través de ellas a lo largo de la peregrinación temporal. He podido disfrutar intensamente la armonía de la creación en todas las manifestaciones de su belleza. El despertar de cada nueva aurora, el canto de los pajarillos, el murmullo de un riachuelo, la mole imponente de las montañas, el vivaz colorido de las praderas en primavera, la brisa serena y fresca en las tardes otoñales, el cielo encendido de estrellas en las noches despejadas, toda la hermosura que la naturaleza me ofrece, me ha servido de camino para llegar a Dios. Y en el orden de las relaciones humanas, he podido apreciar el valor de la amistad sincera, la belleza de las almas agradecidas, incluso el afecto que muchas personas me han dispensado. Y sin embargo, por encima de todo eso ha prevalecido de manera absoluta y contundente mi arraigo total y exclusivo en Dios, la "roca" inamovible, eterna, que sustenta todas mis certezas, mis anhelos, mis seguridades; en Dios, el único Amor que me ha enajenado el corazón; en Dios, origen y meta única de mi destino temporal y eterno.

Desperté pues, a la vida al salir de mi infancia, y me vi en un camino, casi todo aún por recorrer. Allá, en el horizonte, estaba la meta, muy clara: entregarme al amor de Jesucristo y predicar y extender su Reino entre los hombres. Los medios estaban también allí, aunque había que luchar por conseguirlos y encauzarlos hacia el objetivo. Y el ámbito en que me movería: un tiempo determinado, de duración desconocida; el tiempo de vida que Él hubiese establecido darme.

Emprendí la marcha y apreté el paso. Cada segundo aprovechado me acercaba más a la meta. Cada segundo desperdiciado, me retenía alejado. Con esta conciencia, quise desde el inicio marcar mi existencia con el sello de la lucha sin tregua ni descanso. Habiendo experimentado la donación del amor infinito y misericordioso de Dios hacia mí, siempre consideré una grave injusticia y una falta contra el amor, el dejar perder un solo instante del tiempo de que disponía para hacer algo por Él. Mi lucha por el Reino nunca igualará en resultados la amplitud de mis anhelos; y ello me ha obligado, con las cadenas del amor, a darme sin pausa ni medida, sin perdonar fatigas ni quebrantos, buscando en todas mis empresas el máximo rendimiento con la mínima inversión de tiempo.

Naturalmente sería de una fatuidad imperdonable si pretendiese arrogarme el mérito de lo que se ha podido hacer hasta ahora. En todos y cada uno de los pasos dados, ha resplandecido de manera palmaria la mano Providente de Dios Nuestro Señor. Bastaría hacer un repaso somero de nuestra historia semisecular para constatar la presencia continua, rectora, de Aquel que suscitó en la Iglesia la Legión y el Regnum Christi. Evidentemente ni la Legión ni el Movimiento son fruto del ingenio humano; y cualquiera puede comprobar la desproporción que hay entre el instrumento que Dios ha usado y el resultado que está obteniendo. Así como al contemplar una obra de arte a nadie se le ocurre alabar la calidad del pincel, sino la del artista que supo utilizar diestramente el pincel, así al contemplar a la Legión de Cristo y al Movimiento Regnum Christi hemos de alabar y agradecer a Dios, su verdadero y único autor.

Lo que pretendo hacerles comprender es que, aunque Dios actúa como quiere, cuando quiere, y con los instrumentos que quiere, ordinariamente se vale de la colaboración libre y responsable de los hombres para realizar sus designios. Y también que aunque el hombre es un ser tan limitado en sus posibilidades, cuando vive y trabaja por Dios y unido a Dios, logra cosas verdaderamente inimaginables. Ésta ha sido y es mi experiencia personal. Yo se la comunico a ustedes porque pienso que tal vez a algunos podría serles útil conocerla, para darse cuenta de que quizás hasta ahora no han aprovechado su vida al 100%, pero a la vez de que, unidos a Dios Nuestro Señor, pueden hacer en sus vidas muchísimo más de lo que calculan y sospechan.

Queridos miembros del Regnum Christi, les invito a detenerse un momento a considerar qué es lo que están haciendo con sus vidas; a analizar si en los años vividos han satisfecho las expectativas que Dios tiene puestas en ustedes; y a preguntarse seriamente, mirando hacia la eternidad que se acerca, qué quieren hacer con la porción de vida que aún les queda por delante.

Piensen que Uds., como hombres y mujeres del Reino, han recibido de Dios dones muy grandes: la existencia, el bautismo, la fe, el conocimiento de Jesucristo, y muchísimos otros más; y que Él los ha llamado a realizar una misión muy importante, dentro del Regnum Christi, en ese brevísimo lapso que transcurre entre su nacimiento y la hora en que habrán de partir hacia la eternidad. Su vida es una peregrinación, un paso fugaz por el mundo. En medio y a través de sus ocupaciones cotidianas, en medio y a través de la necesaria lucha diaria por construir su existencia terrena, ¿qué hacen para labrar su vida eterna?

Todos Uds. han leído y conocen muy bien la llamada "parábola de los talentos", que nos presenta San Mateo en el capítulo 25 de su evangelio. La parábola nos muestra que cada hombre, al entrar en la vida, recibe de Dios una cierta cantidad de "talentos". El talento era, entre los antiguos, una moneda imaginaria que representaba una suma notable de dinero. Cristo usa esta imagen para explicar que la tarea primordial en la vida es "invertir" ese dinero, hacerlo producir, y entregar al Creador los réditos el día de nuestro ingreso a la eternidad. La postura de Dios el día del juicio, tal como aparece en la parábola, resulta sumamente reveladora de las expectativas que Él tiene de nosotros. A los hombres que supieron duplicar el capital el Señor los premió ampliamente. Pero hubo uno que tuvo miedo y no quiso correr riesgos; en vez de invertir su dinero, fue y lo escondió; el día de las cuentas, restituyó el dinero recibido. Ése fue castigado por su negligencia. No es que hubiera perdido el capital; su culpa fue no haberlo puesto a producir.

Muchísimos comentaristas del evangelio coinciden en afirmar que esos "talentos" son todos los dones que Dios nos da en esta vida: las propias cualidades e inclinaciones naturales, los bienes materiales, los bienes espirituales, etc., etc. A mí, la meditación de esta parábola siempre me sugirió que uno de los principales "talentos" que Dios nos confía es precisamente el tiempo. Y me llama fuertemente la atención que muy pocos caigan en la cuenta de que es así. Se da muchísima importancia al saber desarrollar la propia inteligencia, o las habilidades artísticas o deportivas, al saber poner al servicio de los demás los bienes que uno posee, etc., etc. Sin embargo, no se considera igualmente importante, o incluso más importante todavía, el saber emplear ávidamente el tiempo que tenemos a disposición. Pero estoy convencido de que el día en que nos presentemos ante el Señor, uno de los primeros puntos de nuestra rendición de cuentas tendrá que ser éste: cuál ha sido el uso que hemos hecho del tiempo que tuvimos entre las manos; cuánto provecho le hemos sacado; cuáles son las ganancias, los intereses que hemos obtenido para Dios de la inversión de nuestro tiempo. Ese día no resultaremos culpables de haber perdido tal vez una oportunidad de ganar un millón de dólares; pero sí de haber perdido un minuto.

Me parece cosa terrible el que pueda un hombre presentarse ante Dios y ofrecerle, como fruto de 80 años de vida, lo que pudo tal vez realizar en sólo 20 ó 40. ¿Qué explicaciones podrá dar? ¿Qué hizo con los restantes años? Pasar por la vida como pasan las nubes por el cielo un día de vendaval; o lo que sería peor, vegetar y vagar, buscando sólo satisfacer sus apetitos. Esto yo lo considero un pecado muy grave, máxime en un cristiano, que en razón del bautismo tiene el serio compromiso de colaborar en la edificación y difusión del Reino de Jesucristo en la tierra. Por eso les recomiendo que cada vez que acudan al sacramento de la reconciliación, examinen en su conciencia este punto y pidan perdón a Dios si encuentran que por pereza, desidia u otra causa culpable han desperdiciado parte de su tiempo.

La parábola de los talentos nos revela también que el nexo entre esta vida y la futura no es sólo el que existe entre el camino y la cumbre a la que él conduce. Que la vida terrena desemboca en la eternidad es algo que se percibe de inmediato, casi intuitivamente, al menos para quienes no se dejan ofuscar por ideologías de tipo inmanentista - materialista. Pero además de eso, hay una proporción entre el modo en que administramos la vida presente y la felicidad o infelicidad de nuestra vida futura. Más aún, el "grado" de felicidad que se alcance en la eternidad, estará en proporción con el modo en que uno se haya conducido en este mundo. Y ello significa que del modo en que utilicemos nuestro tiempo dependerá la retribución que recibamos en la otra vida.

Indudablemente es éste un misterio demasiado grande para abarcarlo cabalmente con nuestra corta mente humana. Pero es ésa la revelación de Jesucristo, y sería una ingenuidad y una incongruencia comportarnos como si Él no nos lo hubiera advertido. Ya San Pablo tuvo que habérselas con esta tentación del racionalismo humano, cuando amonestaba a los cristianos de Galacia: «No os engañéis; de Dios nadie se burla. Pues lo que uno siembre, eso cosechará: el que siembre en su carne, de la carne cosechará corrupción; el que siembre en el espíritu, del espíritu cosechará vida eterna. No nos cansemos de obrar el bien; que a su tiempo nos vendrá la cosecha si no desfallecemos» (Ga 6,7-9).

Pero no eran sólo palabras de admonición. Era sobre todo la incitación a llevar una vida digna, animándolos con la esperanza de "la cosecha" que habrían de recibir. Esta vida, por tanto, es el tiempo -el único tiempo- para luchar y forjar el propio destino eterno. Para mí, triunfa en la vida aquél que sabe emplear los pocos años que le son dados para asimilar con la máxima profundidad y perfección posible las enseñanzas de Jesucristo en el Evangelio. Aquél que sabe entregarse al conocimiento y al amor de Cristo con ardor, renunciando a sus caprichos y pasiones egoístas y sensuales. Aquél que descubre clarividentemente cuál es la misión que le toca realizar en este mundo, y a ella consagra sus energías, sus facultades, su persona, su ser entero, apartando de sí, con una opción lúcida y responsable, todo lo que estorbe o retrase el logro de su objetivo fundamental.

Una vida de este tenor sólo es posible cuando es sostenida por una fe profunda y una esperanza viva e inquebrantable en Dios Nuestro Señor. Esa fe y esa esperanza les harán poner únicamente a Dios en el vértice de sus anhelos, de sus expectativas, de sus seguridades, trascendiendo la belleza, real y gratificante, pero pasajera y caduca, de las cosas que tienen aquí. «Y ahora, Señor, ¿qué puedo yo esperar?», decía el salmista. Y añadía con íntimo regocijo: «Tú eres mi esperanza» (Sal 39,8). Sólo Dios, mis queridos miembros del Regnum Christi, sólo Dios es el fin de sus vidas. Él es el origen y meta de su peregrinación temporal. «En Él nos movemos, existimos y somos» (Hch 17,28). Para Él nacimos. «Nos hiciste, Señor, para Ti, e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti» (San Agustín). Nada ni nadie, fuera de Dios podrá satisfacer plenamente sus ansias de felicidad. Por eso no hay mayor tormento para el hombre que el verse arrancado de su Creador; y un testimonio de ello es la propia conciencia, cuando acusa de haber quebrantado gravemente la ley de Dios.

San Pablo, que pisaba tierra con firmeza y realismo, pero tenía el corazón anclado en la eternidad, sentía como una división interior: quería vivir más tiempo para seguir predicando el nombre de Jesucristo, pero a la vez le consumía el anhelo de partir de este mundo. Lo expresaba con un lenguaje propio de locos. Y de santos: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia» (Flp 1,21). Y en otro sitio: «Sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos. Y así gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste, si es que nos encontramos vestidos, y no desnudos. ¡Sí!, los que estamos en esta tienda gemimos abrumados. No es que queramos ser desvestidos, sino más bien sobrevestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida... Estamos, pues, llenos de buen ánimo y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor» (2Co 5,1-4.8).

No cabe duda que tales frases rayan en la demencia. Pero habría que indagar quién es el verdaderamente loco: si Pablo, tan límpidamente coherente con la verdad, o quienes así lo juzgan, porque en el fondo viven prendidos -mejor diría, atenazados- de un existir lleno de fatuidad, de humo y de engaño.

Me parece increíble que algunos que se dicen creyentes, y que afirman esperar en la vida eterna (lo repiten al menos en la profesión de fe de la misa dominical: "espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro"), desarrollen un tenor de vida como si en realidad su esperanza se agotara en el tiempo presente. Y sin embargo, si Uds. buscan entre todas las cosas que les rodean, no encontrarán nada que sea duradero, nada que pueda darles una seguridad profunda e inconmovible: el dinero, la fama, la ciencia, el poder, sus diversiones y entretenimientos, sus amistades, su carrera, su posición social, incluso su misma familia. Todas las realidades de este mundo, desligadas de su relación con el Creador, sólo pueden ofrecerles satisfacciones pasajeras y superficiales. A fin de cuentas todas ellas son creaturas, finitas, limitadas, temporales. ¿Cómo es que algunos gastan su tiempo tan obcecadamente preocupados sólo de acumular riqueza, de buscar afanosamente el prestigio y el poder, de entregarse a la satisfacción de cuantos placeres encuentran?

Me resulta por lo menos infantil e inmaduro. Es como si un alpinista deseoso de alcanzar la cima del Everest se pasara la vida toda reuniendo aparejos, enseres y vituallas, y se engreyera de poseer el mejor "piolet", pero nunca emprendiera el ascenso hacia la cumbre.

Ustedes, que han aceptado vivir y hacer vivir un cristianismo integral, necesitan poner su corazón en Dios, tienen que «aspirar a las cosas de arriba», sabiendo relativizar justamente las cosas de aquí abajo. «Donde está tu tesoro allí está tu corazón» (Mt 6,21), decía el Señor. Y luego invitaba a sus oyentes a preocuparse de amontonar tesoros en el cielo, no en la tierra, confiando en la providencia amorosísima de Dios Padre, que da alimento a las aves del cielo y viste los lirios del campo.

Sólo el hombre de fe y el hombre de esperanza, que vive intensamente su vida terrena, pero con el alma hondamente hincada en el cielo, puede comprender aquellas paradojas del evangelio: «el que quiera salvar su vida, la perderá, y el que la pierda por mí y por el evangelio, la salvará» (Mt 10,39), y: «¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? ¿o qué podrá dar el hombre a cambio de su alma?» (Mt 16,26). Se requiere intrepidez y arrojo singulares para tomarse en serio y con toda su radicalidad estas palabras de Jesucristo. Pero no lo olviden, todos Uds., hombres y mujeres, jóvenes y adultos del Regnum Christi, han sido puestos por Dios para dar ante los demás hombres un testimonio viviente de la verdad de este mensaje.

No se trata, por otro lado, de alimentar un desprecio irracional de las realidades de este mundo. Las creaturas de Dios encierran una bondad en sí mismas. Dice la Sagrada Escritura, en el relato de la creación, que cuando terminó Dios de hacer el mundo, «vio lo que había hecho, y vio que todo era muy bueno». Esa acusación que suele hacerse a los cristianos, de ser personas despreocupadas del acontecer humano y de vivir enajenados por un mundo ultraterreno, es totalmente falsa.

Tal vez hubo un tiempo en que algunos cristianos creyeron en buena fe que ésa debía ser la actitud auténtica del discípulo de Jesucristo. Ya San Pablo tuvo que reprender a algunos miembros de la comunidad de Tesalónica porque, con el pretexto de que "el tiempo es corto", se entregaban a la ociosidad, dejando a los paganos las incumbencias de la construcción de la sociedad civil. Pero no. El cristiano no desprecia las cosas de este mundo, ni se despreocupa de los quehaceres temporales. A los cristianos de otra comunidad, la de Corinto, el mismo San Pablo les explica muy bien cuál es la actitud que deben asumir frente a la vida temporal presente y frente a todas las cosas que ella comprende, incluso las más justas y santas:

«Os digo, pues hermanos: el tiempo es corto.

Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen,

los que lloran, como si no llorasen,

los que están alegres, como si no lo estuviesen,

los que compran, como si no poseyesen,

los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen,

porque la apariencia de este mundo pasa» (1Co 7,29-31).

A nadie prohíbe tener mujer, ni llorar, ni reír, ni comprar, ni disfrutar. Lo que pretende enseñarles es cómo deben comportarse ante estas realidades. Allí está el secreto. Mientras discurre su existencia en esta vida, Uds. no pueden menos que vivir su matrimonio, dolerse de las cosas tristes, gozar de las alegres, hacerse de los bienes necesarios para el sustento, adquirir un legítimo patrimonio familiar, disfrutar sanamente los dones del Creador, colaborar en la edificación de la sociedad de acuerdo con las exigencias de la justicia y del amor cristianos. Pero todo ello, como si no lo tuvieran, como si no lo hicieran. Esto es, sin hacer de todo ello un fin, sino sólo medios para llegar al fin, que es la posesión de Dios en la eternidad. Que el alpinista reúna el instrumental necesario, claro que sí; pero que escale la cumbre; y que no se le ocurra renunciar a la satisfacción de la cima conquistada a cambio del gozo pueril de estrenar un equipo nuevo de montaña. Y en verdad que a veces algunos dan la impresión de ser malos alpinistas y peores negociantes. Gastan todos los años de su vida en ganar más y más dinero, sólo por seguir llenando sus arcas. ¡Qué enorme insensatez! ¿Qué llevarán consigo a la otra vida? Y el caudal que dejen, ¿a quién o para qué servirá? Para romper ánimos y destruir familias. «El hombre pasa como pura sombra; son un soplo las riquezas que amontona, sin saber quién las recogerá...» (Sal 38,7).

¡Qué diferente la actitud noble y generosa de quienes habiendo sido favorecidos por Dios con abundancia de bienes materiales, mantienen el corazón desapegado y saben emplearlos con un recto sentido de justicia y de caridad cristianas! Poseen un capital, "como si no lo tuviesen", esto es, lo ponen al servicio de los demás. Lo invierten inteligentemente, abren fuentes de trabajo, buscan producir para el bien común. En resumen, por medio de sus posesiones aspiran a "ser", no a "tener". Les invito a leer, para profundizar en este punto, cuanto el Santo Padre ha escrito en el capítulo cuarto de su Encíclica Centesimus Annus, donde desarrolla el tema de "la propiedad privada y el destino universal de los bienes".

Comentaba hace un momento que el anhelo de la eternidad y el consecuente desapego de este mundo no lleva al cristiano a una postura de indiferencia ante las vicisitudes humanas. El Concilio Vaticano II lo expresó muy bien en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes. Hablando precisamente de la actividad humana en el mundo, explica en el n. 34 cómo el hombre está llamado a prolongar, a través de su trabajo y de sus ocupaciones ordinarias, la acción creadora de Dios en el mundo (concepto que desarrolla el Papa Juan Pablo II en la encíclica Laborem Excercens). Y concluye dicho número con estas palabras: «El mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo ni los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino, al contrario, les impone como deber el hacerlo».

Yo quisiera que todos los miembros del Regnum Christi tuvieran muy clara la idea de que su condición de cristianos les exige, sí, por un lado, poner su confianza y su seguridad exclusivamente en Dios; pero por otro, comprometerse en cuerpo y alma a aplicar su tiempo y su actividad profesional a la construcción de un mundo ordenado, no sólo en su estamento religioso, sino también en el político, cultural, económico y social, según los principios del evangelio de Jesucristo. Dicho en otras palabras, los miembros del Movimiento han de buscar, no sólo, pero también a través de sus ocupaciones propias, la construcción de la civilización de la justicia y del amor.

No se trata, ya se entiende, de un regreso a la vieja cristiandad, con las lastimosas confusiones entre el fuero religioso y el político-civil. Pero sí es imperioso que el evangelio penetre y anime todos los ámbitos de la sociedad y de la cultura. Y en la realización de esta tarea Uds., hombres y mujeres del Reino, han de ser protagonistas de primerísimo orden. Aquí comienza su compromiso de trabajar por la instauración del Reino de Cristo, conforme a la enseñanza del Concilio Vaticano II, en la Constitución Dogmática Lumen Gentium: «A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento» (LG, 31).

Es ésta precisamente la idea que queremos expresar cuando hablamos del compromiso que tiene el miembro del Regnum Christi de iluminar las cosas de este mundo con la luz del evangelio: «El cristiano, en virtud de su participación en la realeza de Cristo, debe trabajar ardiente y esforzadamente por la renovación del orden creado, ordenando todas las realidades temporales, según el designio de Dios, al verdadero fin del hombre, hacia el advenimiento, posible en esta tierra, de ese Reino de santidad y de vida, de verdad y de gracia, de justicia, de amor, y de paz».

Pero el Reino de Cristo no se identifica sin más con la simple "ordenación de los asuntos temporales según Dios". El Reino de Cristo comporta la aceptación de la persona de Jesucristo y el libre sometimiento a su señorío. Luchar por extender este Reino es anunciar a Jesucristo a los hombres, para que sea conocido, amado y seguido por ellos. Y es por eso que el miembro del Movimiento concibe su vida y su paso por la tierra como una misión: «Vosotros buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia...». Y es significativo que esta exhortación de Jesús se encuentre en el contexto de una enseñanza sobre la necesidad de confiar en la Providencia de Dios, sin inquietarnos por la comida y el vestido de mañana. Por eso añade: «y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33).

La vida así, concebida como una misión, adquiere para el miembro del Regnum Christi un peculiar carácter apostólico marcado por el signo de la lucha y de la militancia, que nace de la urgencia de hacer llegar el Reino de Cristo a todos los hombres que aún no lo conocen o no lo aceptan. Cada uno de Uds. debería sentir en el corazón ese santo ardor que tanto espoleaba al corazón de San Pablo y lo hacía lanzarse a todas las aventuras imaginables con tal de anunciar a Cristo: «Predicar el evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el evangelio!» (1Co 9,16).

Esta urgencia por anunciar y extender el Reino constituye en última instancia el motivo que da sentido a la existencia misma del Regnum Christi. De algún modo puede decirse que, a partir de su incorporación, cada miembro del Movimiento re-encuentra el sentido de su existencia en ese anhelo de gastarse y desgastarse por la causa más noble por la que vale la pena empeñar la vida entera. Ustedes son por el Reino y para el Reino. Su tiempo reditúa ante Dios en la medida en que lo inviertan por el Reino y para el Reino.

Y no es que el Movimiento pretenda ser posesivo e invadente de sus vidas; ni siquiera puede decirse que el Movimiento añade esencialmente compromisos nuevos, ya que se presenta tan sólo como una forma, de las muchas que hay en la Iglesia, para realizar la vida cristiana. Y la vida cristiana comporta, ella sí, en su médula y en su esencia, el compromiso de anunciar el evangelio a todos los hombres. Por eso decimos que «el apostolado es la mejor forma de dar sentido a la vida e ir poniendo en el banco de la eternidad los fondos de la vida con una tasa de interés eterna. Nadie puede decir con honradez que no tiene tiempo para ser apóstol, porque es como si dijera que no tiene tiempo para ser cristiano. Nadie puede decir que él no puede dar nada, sin ser injusto con Dios. Nadie puede decir que ya es demasiado apostolado el que hace, porque ser apóstol es una actitud vital que debe aflorar en todo momento, lugar y circunstancia».

¿Qué ofrece, entonces, el Regnum Christi a sus miembros para que desarrollen su vocación de apóstoles cristianos? Una espiritualidad, una organización, una metodología y unas obras de apostolado concretas. Pero lo que aquí interesa destacar con todo vigor es ese rasgo característico que define el perfil del hombre del Reino, maduro, plenamente consciente de su origen, de su misión y destino: la militancia.

Militancia que nada tiene que ver con actitudes fanáticas de cariz político, revolucionario y ni siquiera religioso. Militancia que es, más bien, un estilo de adhesión personal a Jesucristo y un esfuerzo comprometido de trabajar en la extensión de su Reino: «Militantes llama el Movimiento Regnum Christi a sus miembros, significando con ello a unos cristianos convencidos y coherentes que buscan la identidad entre lo que creen y lo que viven; que se sienten comprometidos para dar razón de su fe; y que se sirven eficazmente de los medios que el Movimiento les ofrece para hacer fructificar los talentos concretos con que el Señor los ha enriquecido para bien de la Iglesia y del mismo Movimiento».

El apóstol militante que el Movimiento quiere formar en cada uno de ustedes es ese hombre convencido de que el mundo necesita a Cristo, y que Cristo lo necesita a él para llegar al mundo. Es ese hombre que sabe dar lo mejor de sí mismo y pone al servicio de la Iglesia sus dones, su tiempo y su persona. Es ese hombre penetrado hondamente por la caridad de Cristo hacia la humanidad y se esfuerza por estar permanentemente en actitud de servicio, y se entrega sin cálculos al trabajo por Cristo y por su Reino. Es ese hombre que todo lo transforma en instrumento y medio para dilatar el Reino; que busca y aprovecha todas las oportunidades; que hace de su vida ordinaria, en la familia, en la universidad, en el trabajo, un ejercicio continuo de apostolado; que no ceja hasta lograr que todas las personas a su alrededor conozcan y vivan el evangelio de Jesucristo. Es ese hombre que ha hecho íntimamente suyo el denso significado del nombre "Regnum Christi": «la decisión de dedicarse en cuerpo y alma a hacer llegar a los rincones del mundo el conocimiento y amor de Jesucristo, Hijo de Dios, Camino, Verdad y Vida para el hombre; el esfuerzo por impregnar de espíritu evangélico las realidades más diversas de la existencia humana, como la familia, el trabajo, la alegría, el dolor, la convivencia, el uso de los bienes materiales, el descanso...; la solicitud por sembrar por doquier los valores del nuevo Reino: la caridad, la bondad de corazón, la justicia, la verdad, la paz con Dios y con los hombres, el respeto, el perdón; el empeño por trabajar denodadamente para que el mayor número de seres humanos sean, ya en esta tierra, miembros de ese Reino que nunca tendrá fin; la búsqueda de la promoción, en todas sus obras y actividades, del crecimiento del hombre interior por la fe y la unión con Dios».

Apóstol militante será, por tanto, aquel que da, no una parte de su tiempo, sino la vida toda, a la causa del Reino. Y esto no significa que sólo quien opta por una vida de consagración a Dios puede ser verdadero apóstol. Lo que quiero decir es que todos ustedes, hombres y mujeres del Movimiento, están llamados a imprimir a su existencia entera, cualquiera que sea su estado, condición y ocupación, una dimensión netamente apostólica, rechazando con energía toda forma de egoísmo, pereza o pusilanimidad. De este modo, su tiempo, el corto tiempo que Dios les ha dado, producirá réditos cuantiosos para la eternidad que les aguarda. Y el plan de Dios, del que sólo somos eslabones, seguirá actuándose y alcanzando fronteras cada vez más dilatadas.

¿Cuáles son entonces, podrán tal vez preguntarse, las ocupaciones concretas en que han de gastar sus horas y sus días? Me parece una pregunta cardinal, y me auguro que todos quieran planteársela y resolverla en la presencia de Dios Nuestro Señor, el dueño de los talentos que tienen en administración.

Uds. ante todo tienen que dedicar el tiempo necesario a atender los deberes propios de su estado, buscando realizarlos con la máxima perfección, por amor a Jesucristo. Aquí comienzan la devoción y el apostolado. El joven que se dedique a sus estudios con responsabilidad. La madre de familia a atender la casa con esmero; si trabaja, que lo haga con seriedad, pero asegurando que sus salidas del hogar no impliquen detrimento en la formación de los hijos. El profesionista, el empresario, el político, desempéñense con un sentido cristiano de su responsabilidad social. Recuerden que su condición de seguidores de Cristo les compromete a una entrega seria, profesional, a sus actividades cotidianas. Y busquen, como ya anotaba arriba, impregnar con los valores evangélicos los diversos ambientes en que les toca moverse.

Busquen también darle a Dios un espacio cada día. Él merece nuestra alabanza. Y nosotros necesitamos su gracia. El Regnum Christi quiere ayudarles en esto proponiéndoles algunos "compromisos". Sean generosos con Dios y traten de reservar para Él los momentos más nobles de su jornada.

Una palabra hay que decirla también acerca de los tiempos de diversión y esparcimiento. Desde luego son necesarios para mantener un sano equilibrio interior. Sin embargo, muy frecuentemente se incurre en excesos impropios e innecesarios. Y no me refiero ya a que un cristiano debe descartar cierto tipo de espectáculos y de entretenimientos que en su contenido o en su abuso ofenden a Dios. Me refiero al hecho de que algunos pierden horas y días en la ociosidad, en charlatanería, en tertulias insustanciales, y en mil frivolidades que matan el tiempo y hacen estéril la vida de los hombres.

Sería interesante que cada uno de Uds. hiciera un balance cuantitativo del tiempo que dedica cada semana o cada mes a actividades de mero entretenimiento. Si luego comparan el resultado con las horas que dedican específicamente al apostolado, posiblemente encontrarán una fuerte disparidad, y no precisamente en favor del apostolado.

Así llegamos al último de los elementos fundamentales que deben llenar su tiempo. Las actividades formativas y apostólicas. Allí las tienen, a su alcance, para que en ellas y por ellas den cumplimiento a la misión que Dios les ha asignado en esta vida. Las actividades formativas, primero, para capacitarse espiritual y doctrinalmente. Sepan aprovecharlas intensamente. No hacerlo por negligencia o falta de interés sería incurrir en un pecado de omisión. Participen activa y puntualmente en los Encuentros con Cristo, los círculos de estudio, la dirección espiritual, los retiros, los cursillos que el Movimiento les ofrece. Todo ello irá llenando su espíritu y su mente para su propio beneficio personal y para tener algo que comunicar a los demás.

Las actividades apostólicas que Uds. pueden desarrollar en el Movimiento son sumamente variadas. La primera de todas es buscar que otras personas se beneficien de los medios espirituales, formativos y apostólicos de que Uds. disponen para vivir y hacer vivir con mayor autenticidad su vida cristiana en el seno de la Iglesia. Si de verdad viven con el afán de hacer crecer el Reino y de hacer llegar a más gentes el anuncio del evangelio, ofrezcan a otros lo que Uds. ya tienen, aprovechando con celo todos sus contactos. Aquí se mide la verdadera militancia de los apóstoles del Reino. Si algo les dice la necesidad de luz que tienen los hombres, entonces buscarán por todos los medios ganar nuevos apóstoles para la causa de Jesucristo.

Tienen también las diversas obras de apostolado que el Movimiento pone en pie y las que Uds. mismos, individualmente o por equipos, quieran proponer para bien de la Iglesia. Trabajo hay, abundante y para todos. Sólo hacen falta corazones que vibren con las necesidades de la Iglesia y de la humanidad, brazos generosos que quieran colaborar, almas luchadoras dispuestas a entregar su tiempo.

Una forma muy fecunda de trabajar en la extensión del Reino de Cristo consiste en poner su trabajo profesional al servicio de alguna institución eclesial o privada que persiga en sí misma un objetivo apostólico o de servicio. Tienen, sólo por mencionar ejemplos a su alcance, las obras de apostolado del Regnum Christi: colegios, universidades, escuela de la fe, medios de comunicación social, etc., etc. De este modo, lo que para la mayoría es un simple medio para el sustento familiar, para Uds. puede convertirse también en un trabajo apostólico específico. ¿Qué mejor manera de invertir los talentos que han recibido de Dios?

Hablando de la entrega de su tiempo al trabajo apostólico, quiero lanzar una vez más la invitación a todos los miembros del Regnum Christi, especialmente de las secciones de jóvenes, a dar dos años íntegros de su vida al servicio del Reino. No se imaginan el bien inmenso que podríamos estar haciendo a la Iglesia y a la humanidad si cada año pudiéramos disponer de 500 ó 600 jóvenes -y en el futuro, 2,000 ó 3,000- para llevar adelante apostolados de largo alcance. Dos años entregados a Cristo, comparados con los 60, 70 u 80 que Dios les dé, son realmente pocos. No constituyen ni el 3% de su vida. Cuantos han querido ser generosos y le han dado a Cristo esa breve porción de su tiempo podrán decirles qué fecundos y enriquecedores han sido para ellos ese par de años al servicio del Reino. Pero quizás sea más importante conseguir cuanto antes un buen puesto que hacer algo por Cristo... Lo sabremos en la eternidad.

Por último, y refiriéndome también a los jóvenes, no tengan miedo de afrontar con honestidad, si se les presenta, la cuestión de la entrega de la totalidad de su tiempo a la predicación y extensión del Reino. Es claro que Cristo llama a algunos de Uds. a consagrar su vida dentro del Movimiento. Sean generosos para escuchar el llamado, y para seguirlo con valor. Vean el ejemplo de los apóstoles, de Pedro, de Juan, de Mateo: un buen día el Señor pasó frente a ellos, los miró, los amó, los llamó. Y ellos, dice textualmente el evangelio, «dejándolo todo al instante, lo siguieron».

No tengan miedo de que Cristo les manifieste un amor especial. El llamado a la vida consagrada es un don que no tiene precio. Y el mundo y la Iglesia tienen necesidad del testimonio y de la oblación generosa de aquellos a quienes el Señor llama. Dice el Papa en su mensaje para la XXX jornada mundial de oración por las vocaciones: «Queridos jóvenes: Dejaos interpelar por el amor de Cristo. Reconoced su voz, que resuena en el templo de vuestro corazón. Acoged su mirada luminosa y penetrante, que abre los caminos de vuestra vida a los horizontes de la misión de la Iglesia, empeñada, hoy más que nunca, en enseñar al hombre su verdadero ser, su fin, su destino, y en revelar a las almas fieles las inefables riquezas de la caridad de Cristo. [...] Jóvenes, ayudad a la Iglesia para conservar joven el mundo». Si la vida es el tiempo en que el hombre construye su eternidad, ¿habrá mejor manera de emplear la vida que consagrarla para ayudar a que otros hombres encuentren la vida eterna?

Antes de poner punto final quisiera añadir una reflexión más, que de algún modo se desprende de cuanto hemos venido diciendo. La condición de temporalidad en que se desarrolla la vida humana nos coloca, casi por vía de necesidad, en un contacto continuo con el misterio del dolor, del sufrimiento, y en última instancia, de la muerte. Esto es algo que palpamos de inmediato. Ni hace falta explicitarlo demasiado. La muerte nos acecha a cada paso. A despecho de la perpetua distracción en que muchos parecen vivir, sabemos que ella nos aguarda en cualquier recodo del camino. Las aflicciones y las penas que a veces nos hacen llorar no son sino reclamos de ese término que nos abre la puerta hacia la eternidad.

¿Cómo asume un cristiano el misterio del dolor y de la muerte? Ha sido ésta la piedra de escándalo de todas las filosofías e ideologías que desconocen la revelación del cristianismo. Sin la luz de la fe, la mente humana ha fracasado cuantas veces ha querido hallar una solución. Desde la áspera resignación de los estoicos hasta la angustia vital de los existencialistas, las respuestas le han quedado estrechas al corazón del hombre, que anhela una esperanza, más allá de las evidencias empíricas.

Sabe el creyente que el sufrimiento humano también ha sido rescatado por la Cruz de Jesucristo. Y sabe que esta Cruz, sin eliminar el dolor, lo eleva, le da sentido, le confiere un valor altísimo, nada menos que un valor de redención, pues es una participación en la pasión y muerte del mismo Jesucristo. «Todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación que está en Cristo Jesús con la gloria eterna. Es cierta esta afirmación: Si hemos muerto con él, también viviremos con él; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él» (2Tm 2,10-12).

Mientras muchos credos, ideologías, proyectos políticos, sociológicos o sicológicos, y aún la misma ciencia médica prometen vanamente al hombre la supresión del dolor, la revelación cristiana muestra que el dolor, pese a su paradójica consistencia, es también camino de humanización y elevación de la persona. No lo engaña con falsas promesas. Y en cambio le da la entereza y la fortaleza que necesita para sobrellevar con gozo, no con resignación, las fatigas del camino.

Precisamente la esperanza teologal y la certeza de que esta corta vida culmina en la felicidad eterna son para el cristiano una fuente de consuelo y fortaleza: «Pues estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (Rom 8,18). «Por eso no desfallecemos. Aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día. En efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna, a cuantos no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las cosas visibles son pasajeras, mas las invisibles son eternas» (2Co 4,16-18).

Quisiera que los miembros del Regnum Christi, animados de una gozosa y profunda esperanza teologal, fueran de verdad en el mundo secularizado de hoy, un testimonio radiante de que más allá del telón de la muerte existe una vida eterna, cuya posesión justifica todas las penurias y sinsabores de esta vida. Que no haya entre ustedes resabios de amargura o de tristeza. Que sepan, por el contrario, brindar a cuantos les rodean una palabra convencida de conforto y de esperanza en la hora de la tribulación.

Aún me atrevo a más. Que su amor a Jesucristo y su deseo de unirse a Él definitiva y eternamente sean tan intensos, que experimenten como San Pablo el anhelo de sufrir por Él. Y no sólo eso: que sientan esa división interior de querer por un lado luchar todo el tiempo posible por anunciar y extender el Reino de Cristo, y por otro -suma locura de los santos- les abrase el ansia de llegar ya a la meta final, allí donde la contemplación del rostro de Dios, sin velos ni misterios, engendra la felicidad suprema y eterna. Si esto es una demencia, habrá que decir que el cristianismo no es para cuerdos. Y en consecuencia, tampoco el Regnum Christi. Por lo demás, ¿no decía también San Pablo que el Cristo en quien creemos, crucificado y muerto por nosotros, es «escándalo para los judíos, locura para los gentiles»? Dios los libre de la cordura de este mundo.

Ojalá, queridos hombres y mujeres del Regnum Christi, el Señor les conceda su luz para prolongar en sus corazones las reflexiones que he comenzado en esta carta. Que les dé su gracia para que tengan el valor de decidir coherentemente qué curso y qué contenido quieren dar a los años de vida que tienen por delante. Ojalá sus vidas no sean meteoritos fugaces que rasgan sólo un instante la oscuridad de la noche. Que «brillen como antorchas en este mundo, mostrando a los hombres la Palabra de la Vida», y al llegar a la gloria eterna, reciban la «herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos a ustedes, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último momento».

Con mi renovada gratitud por su recuerdo y sus oraciones, quedo de todos Uds., afmo. servidor en Jesucristo,

(06 de febrero de 2002)