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Pascua, el día que transforma las penas en alegrías

Pascua, el día que transforma las penas en alegrías

El enigma mayor de la condición humana es la muerte. ¿Como es que el hombre, con deseos de ser feliz, muere? Es el misterio del dolor, de la cruz, que no tiene explicación. Un proceso de transformación, como una purificación del amor, que nos prepara para la felicidad que es estar con Dios. Realidad misteriosa que no es el final, pues cuando se acaba nuestra estancia aquí en la tierra comienza otra, la vida continúa en el cielo. La muerte no es el final de trayecto, la vida no se acaba, se transforma…

Jesús también muere, y ha resucitado. Y nos dice: “yo soy el camino…”. La muerte es una realidad misteriosa, tremenda, y del más allá no sabemos mucho, sólo lo que Jesús nos dice: “yo soy la resurrección y la vida…”

Dios, que es amor, nos hace entender que el amor no se acaba con la muerte, que después de esta etapa hay otra para siempre. Que Dios no quiere lo malo, pero lo permite en su respeto a la libertad, sabiendo reconducirlo con Jesús hacia algo mejor… la muerte para la fe cristiana es una participación en la muerte de Jesús, desde el bautismo estamos unidos a Él, en la Misa vivimos toda la potencia salvadora de la muerte hacia la resurrección.

Las fuerzas atávicas del mal, que volcaban en un inocente sus traumas y represiones (el chivo expiatorio) que por el demonio se vierte toda la agresividad en contra del Mesías, quedan truncadas. Pues en la muerte de Jesús esas fuerzas quedan vencidas, el círculo del odio queda sustituido por el círculo del amor; una nueva ola que alcanza –con su Resurrección- todos los lugares del cosmos en todos sus tiempos. "En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra si mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical" (Benedicto XVI). Se establece la redención, la vuelta al paraíso original, a la auténtica comunión con todos y todo. Y cuando estamos en contacto con Jesús, en la comunión, también estamos con los que están con Él, de todos los lugares de todos los tiempos, con los que queremos y ya se han ido de nuestro mundo y tiempo.

Este es el misterio pascual de Jesús, el paso de la muerte a la Vida, la luz que se enciende con la nueva aurora. El cuerpo que se entierra es semilla –grano de trigo que muere y da mucho fruto- para una vida más plena, de resurrección.

El amor humano nos hace entender ese amor eterno, pues el amor nace para ser eterno, aunque cambiemos de casa quedamos unidos a los que amamos. Jesús nos enseña plenamente el diccionario del amor, nos habla del amor de un Dios que es padre y que nos quiere con locura, y dándose en la Cruz, hace nuevas todas las cosas, en una renovación cósmica del amor: las cosas humanas, sujetas al dolor y la muerte, tienen una potencia salvífica, se convierten en divinas.

En este retablo de las tres cruces, vemos a la Trinidad volcar su amor en el calvario. Y junto a Jesús, su madre. Allí ella también entrega a su hijo por amor a nosotros. Allí también está el buen ladrón que dice: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino”, y Jesús le da la fórmula de canonización: “en verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”; es un misterio ese juicio divino en el amor. Juntos se fueron al cielo.

Estos días queremos vivir el misterio, abrir los ojos como las mujeres al buscar a Jesús en la mañana de pascua, y les dice el ángel, aquel primer domingo: “¿por qué buscáis entre los muertos aquel que está vivo? No está aquí, ha resucitado”. Queremos ver más allá de lo que se ve, beber de ese amor verdadero que es eterno, para iluminar nuestros días con ese día de fiesta, de esperanza cierta.

Llucià Pou Sabaté