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La llave del corazón

La llave del corazón

Ha sido un esfuerzo inútil. Una y otra vez hemos explicado un punto de la doctrina de la Iglesia. La respuesta ha sido siempre la misma: rechazo, búsqueda de nuevas refutaciones, evasión, incluso críticas directas contra el Papa, los obispos, los sacerdotes, contra nosotros mismos.

Quizá fuimos un poco ingenuos. Creíamos que bastaba con explicar, con exponer, con citar documentos para que el otro pudiese llegar a ver y creer lo que nosotros vemos y creemos.

Pero aceptar una verdad cristiana, un dogma de fe o una doctrina moral, no es fácil. Requiere un corazón preparado, abierto, disponible. Un corazón que influye mucho más de lo que pensamos en nuestra inteligencia, pues la inteligencia no funciona de un modo autónomo: escucha lo que dicen los sentimientos, las emociones, los recuerdos del pasado, y luego saca las conclusiones.

Este joven no acepta la infalibilidad del Papa porque en su casa siempre criticaban al Vaticano o porque en la televisión sólo veía a un obispo que le parecía antipático. Aquel no cree en la Virgen María porque un profesor de su colegio, muy competente en químicas, se reía del dogma de la Inmaculada. El otro considera ingenua la moral sexual católica porque su novia está convencida de que no hay que esperar a casarse para hacer lo que todos hacen.

Nuestra cabeza piensa desde muchas coordenadas, desde la historia personal, desde hechos que marcan profundamente la propia vida. Uno ha llegado al ateísmo porque se rebeló ante la muerte de cáncer de su madre. Otro es un “comecuras” porque cuando era niño un sacerdote le dio una fuerte bofetada. Una madre de familia no quiere saber nada de la Iglesia porque su hermana murió a consecuencia de un aborto clandestino. Un obrero ha renunciado a bautizar a su hijo en la fe católica porque los únicos que le ayudaron en un momento de problemas económicos fueron los hermanos protestantes.

La argumentación se ha estrellado contra un muro de ideas aparentemente inamovibles. Aparentemente, porque también hay sorpresas, cambios imprevistos, nuevos acontecimientos que hacen que la gente se abra y empiece a estar dispuesta a acoger nuestras ideas. Cambios y gracias interiores (Dios trabaja siempre) que nos permitirán, un día, recibir una llamada telefónica o un correo electrónico con la sorpresa de que ahora sí es posible un diálogo verdadero.

Si ocurre que ese momento no llega, entonces nos toca esperar, en el máximo respeto de la libertad de cada uno. Esperar y ofrecer nuestro afecto, nuestra compañía, nuestro amor, nuestras oraciones.

San Agustín decía que, cuando no podemos hablar sobre Dios con alguno, siempre podemos hablar con Dios sobre esa persona. Nuestra oración preparará una tierra que está hecha para Dios, aunque ahora parezca haberse cerrado a cualquier argumento religioso. Un día, cuando menos lo pensemos, se abrirá. Dios hará el resto, que es siempre lo más importante...