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La fe nuestra de cada día

Nadie puede vivir sin fe, sin creencias, porque todos nos fiamos de tantas personas que encontramos continuamente, o porque suponemos que las cosas “funcionarán” de modo correcto y así será posible llevar adelante nuestros proyectos.

San Cirilo de Jerusalén (obispo del siglo IV) ilustraba esta idea en una catequesis dirigida a los que iban a recibir el bautismo. Al explicarles que la fe no es algo sólo para los cristianos, Cirilo mostraba cómo muchas personas hacen lo que hacen por fe.

“Tampoco hay que pensar que el prestigio de la fe sólo se da entre quienes nos amparamos bajo el nombre de Cristo, sino que todo lo que se hace en el mundo, incluso por parte de quienes están lejos de la Iglesia, queda penetrado por la fe”.

¿Qué ejemplos ilustran esta verdad? San Cirilo ponía 4 ejemplos: el de los esposos, el del campesino, el del navegante, y el de los negocios:

“Por medio de una fe, dos personas extrañas se unen por las leyes nupciales; personas ajenas una a otra entran en la comunión de cuerpos y bienes mediante la fe que se hace presente en el contrato matrimonial. También en una cierta fe se apoya el trabajo agrícola, pues no comienza a trabajar quien no tenga esperanza de recibir frutos. Con fe recorren los hombres el mar cuando, confiando en un pequeño leño, cambian la solidez de la tierra por la agitación de las olas, entregándose a inciertas esperanzas y mostrando una confianza más segura que cualquier áncora. En la confianza, finalmente, se apoyan los negocios de los hombres”.

La lista de ejemplos podría hacerse mucho más larga: por la fe dos hombres empiezan a ser amigos, un soldado obedece a su capitán, un ciudadano pide justicia a los tribunales, miles de personas dan su voto a un candidato, casi todos recurrimos a los médicos para aliviar nuestros males...

Por desgracia, a veces se dan engaños y fraudes. La fruta que pensábamos buena, confiados en la sonrisa del vendedor, resulta que está llena de gusanos. El amigo que nos ofrecía un préstamo para salir de un apuro se ha convertido en un usurero sanguinario. El confidente a quien abrimos nuestro corazón está divulgando secretos muy personales a otras personas. Incluso hemos de reconocer, con pena, que hemos fallado a quienes pusieron su fe sobre nuestros hombros.

A pesar de los fracasos, la fe humana es un ingrediente imprescindible de la vida. Porque nos fiamos de los constructores al estar tranquilos en casa, de los policías a la hora de caminar por la calle, de los demás conductores al ir por la carretera, de los funcionarios cuando pedimos un certificado, incluso de los políticos buenos (que los hay) a la hora de soñar en un mundo un poco más justo y más bueno.

Al reflexionar sobre esta experiencia humana universal, el Papa Juan Pablo II definía al hombre como “animal de creencias”, pues “en la vida de un hombre las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal. En efecto, ¿quién sería capaz de discutir críticamente los innumerables resultados de las ciencias sobre las que se basa la vida moderna? ¿Quién podría controlar por su cuenta el flujo de informaciones que día a día se reciben de todas las partes del mundo y que se aceptan en línea de máxima como verdaderas? Finalmente, ¿quién podría reconstruir los procesos de experiencia y de pensamiento por los cuales se han acumulado los tesoros de la sabiduría y de religiosidad de la humanidad? El hombre, ser que busca la verdad, es pues también aquél que vive de creencias” (encíclica “Fides et ratio” n. 31).

La fe es, por lo tanto, como el pan de cada día: parte integrante de la experiencia humana. Desde esa fe seguimos hoy, en camino: ayudados por cientos de manos amigas, y con la posibilidad de ser, también nosotros, hombres y mujeres en quienes otros pueden pedir ayuda en las distintas situaciones de la vida.