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La castidad como virtud social

La castidad es esa virtud que nos capacita para poner nuestra sexualidad al servicio del amor auténtico, que consiste en el don de sí a Dios y a los demás, y en la transmisión de la vida. El amor cristiano tiene dos vocaciones, dos llamados de Dios: uno a la vida consagrada y el otro al matrimonio.

En la vida consagrada la sexualidad no se expresa genitalmente, sino que permanece como fuente de energía afectiva al servicio del amor a Dios y al prójimo, que se expresa en el apostolado y el servicio. Este amor engendra nuevas vidas en el sentido espiritual, pues a través del testimonio evangélico logra ganar nuevas almas para Cristo y Su Iglesia.

En la vida matrimonial nuestra sexualidad sí se expresa genitalmente, además de espiritualmente, ya que los dos valores inherentes a ella son la expresión y renovación del amor conyugal, así como la transmisión generosa de la vida humana, vida que luego debe ser educada con esmero por los padres para que alcance la madurez humana y cristiana.

Evidentemente la virtud de la castidad, "la integración lograda de la sexualidad en la persona en su ser corporal y espiritual" (Catecismo de la Iglesia Católica, número 2337), implica la total continencia (=abstinencia sexual) de alma, corazón y cuerpo en los no casados, y el uso correcto de la sexualidad, es decir, el respeto de sus valores inherentes ya mencionados, en los que están unidos en santo matrimonio.

De todo ello se deduce que la castidad no es simplemente una virtud "privada", sino que tiene evidentes implicaciones sociales. Si en una sociedad no se vive la castidad, antes y dentro del matrimonio, entonces aumentarán las fornicaciones, los adulterios, la anticoncepción, el aborto y, en consecuencia, los casos de enfermedades de transmisión sexual, incluyendo el SIDA, los corazones rotos (para los cuales no hay ningún preservativo que sirva --aunque, a decir verdad, ninguno sirve tampoco para proteger del SIDA), así como los niños sin papás. El SIDA y las demás enfermedades de transmisión sexual, además de las secuelas de sufrimiento y muerte, traen consigo un enorme gasto social y económico (por supuesto, a ningún enfermo se le debe dejar de atender). Los niños sin papás pueden llegar convertirse con más facilidad en drogadictos y pandilleros. Más sufrimientos y más gastos (por supuesto, a los drogadictos y a los pandilleros también hay que ayudarlos).

A la luz de esta reflexión es inconcebible que se siga insistiendo en una "educación" sexual en pro de la anticoncepción, el aborto y el preservativo, desprovista de los valores que la Iglesia enseña en nombre de Cristo y sin respetar la autoridad de los padres de familia, a quienes Dios mismo a puesto como los primeros y principales educadores de sus hijos. Ciertos ministerios de salud de América Latina, la IPPF, ciertos organismos de la ONU y los que los financian tendrán que dar cuenta ante el juicio de Dios y de la historia por el daño personal y social que han propiciado o causado directamente, por no respetar la virtud humana y cristiana de la castidad.