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Juan Diego, ¿mito o realidad?

 

Ayer millones de peregrinos llegados de todo el País se congregaron en la Basílica de Guadalupe; además, en las iglesias de cada localidad de nuestra Patria también hubo celebraciones en honor de la Virgen Morena. Es un evento que cada año reaviva la fe de los católicos mexicanos. Pero, ¿en qué se funda este culto mariano: en un hecho histórico o en una piadosa leyenda? 

Las claves para dar una sólida respuesta son dos: la imagen misma de la Virgen de Guadalupe y la persona de Juan Diego, el indígena vidente de la Señora del Cielo. Detengámonos en este segundo aspecto.

La existencia histórica de Juan Diego es importante para dilucidar el “hecho guadalupano”. Si él realmente existió, y se pueden conocer los rasgos de su vida que lo acrediten como un hombre de bien, entonces se puede afirmar que es un testigo de excepción, digno de ser creído.

Durante siglos, nunca se puso en duda ni la realidad de las apariciones de la Virgen, ni de la persona de Juan Diego. Fue hasta el siglo pasado que hubo ciertos movimientos –más ideológicos que populares– que negaron la historicidad de nuestro personaje. En realidad, fueron intentos de reducir el fenómeno guadalupano a un mito religioso usado para representar las antiguas tradiciones religiosas mexicanas, que luego habrían sido asumidas en forma sincretista por el catolicismo; o como un mero instrumento pedagógico de la catequesis misionera a favor de los indígenas; o como una invención del criollismo nacido en el siglo XVII, para darle fuerza al naciente nacionalismo mexicano.

Con motivo del proceso de beatificación de Juan Diego, se instituyó una Comisión histórica que realizó una profunda investigación. Sus resultados señalan que, en diversas épocas, se ha documentado la historicidad del vidente del Tepeyac.

Juan Diego pertenecía a la etnia de los chichimecas, y nació en torno al año 1474, en Cuauhtitlán, en el barrio de Tlayácac, en el reino de Texcoco. Fue bautizado por los primeros misioneros franciscanos, en torno al año de 1524. Su esposa, María Lucía, murió en 1529. 

Después de las Apariciones (1531), pidió permiso al Obispo Zumárraga para vivir junto al Templo recién erigido, para atender a los peregrinos, y murió con fama de santidad en 1548. Desde entonces comenzó su culto de veneración. Pero, en 1634, el Papa Urbano VIII dio unas orientaciones sobre culto a los santos, y como Juan Diego no era aún un santo canonizado, su devoción fue suspendida oficialmente. Sin embargo, el decreto no logró erradicarla de la mentalidad popular.

En 1666, se abrió un proceso jurídico para reconocer la historicidad del Acontecimiento Guadalupano y de Juan Diego. Los resultados de este proceso se conocen como “Informaciones Jurídicas de 1666”, y fueron enviados a Roma. En 1720, el entonces arzobispo de México, José de Lanciego y Aguilar, aprobó que se realizara una nueva investigación, que originó las llamadas “Informaciones de 1723”, en las que se confirmó nuevamente la tradición de la milagrosa imagen.

La existencia de Juan Diego es real, como también lo es la imagen del ayate. Ambos sucesos no “demuestran” la existencia de Dios; pero, cuando el corazón busca sinceramente la verdad, el “hecho guadalupano” le da motivos a la razón para rendirse y para abrirse a lo sobrenatural. Juan Diego existió y es testigo fidedigno de las Apariciones: la fe no se apoya en el vacío, sino una tradición bien atestiguada. Es razonable creerlo.