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Independencia: intrigas y ajustes de cuentas

En el Templo de la Profesa –antigua casa de formación de los Jesuitas- el canónigo Matías de Monteagudo lleva a cabo una serie de juntas clandestinas que derivan en una conjura que formula el llamado “Plan de la Profesa” cuya finalidad era independizar a la Nueva España mientras en la Metrópoli se mantuviera el régimen constitucional.

Así pues, “para los conjurados de ‘La Profesa’ estaba claro que el gobierno de Madrid (dominado por la masonería a través de las Cortes) había perdido nuevamente el rumbo, y para la Nueva España, la independencia sería la solución” 1

Es entonces cuando los conjurados se ponen de acuerdo en el hombre que habría de ejecutar dicho plan: Agustín de Iturbide y Arámburu.

Este personaje había nacido en la señorial ciudad de Valladolid el 27 de septiembre de 1783, siendo su padre un inmigrante español de pura cepa y su madre una criolla descendiente de españoles. Las raíces de sus progenitores eran vascas y navarras.

La familia de Iturbide era de clase acomodada, le dio a sus hijos una educación esperada y, en el caso concreto de Agustín, este eligió seguir la carrera de las armas, carrera en la cual se cubrió de gloria luchando dentro del ejército realista y persiguiendo con saña a los insurgentes.

Teniendo en cuenta su gran prestigio, a Iturbide se le da mando de tropas con la encomienda de combatir los grupos rebeldes que, bajo las ordenes de Vicente Guerrero, causaban problemas en el sur.

Iturbide, quien desde hace mucho tiempo veía con mareada antipatía los excesos sanguinarios de Hidalgo y de Morelos, deseaba una independencia sin traumas y que fuera al gusto de todos. Y pone en práctica sus deseos gracias a una campaña epistolar con la cual trata de ganar para su causa a los más importantes personajes del Virreinato.

El 24 de febrero de 1821 proclama el Plan de Iguala que ofrecía tres garantías:

La unidad religiosa teniendo al catolicismo como única religión

La independencia completa respecto de España con una monarquía constitucional como gobierno, ofreciéndose la Corona a Fernando VI, o en su defecto a otro miembro de su familia.

La unión de todos los habitantes sin distinción de razas

Estas tres garantías –religión, unión e independencia- se simbolizaron en una bandera de tres colores que fueron, respectivamente, blanco, rojo y verde, colores que a partir de entonces dieron origen a la enseña nacional.

Como se podrá observar, el Plan de iguala pedía una independencia basada no solamente en el respeto a la fe del pueblo sino evitando las discordias que hasta entonces –al calor de las luchas de Hidalgo y de  Morelos- habían enfrentado a insurgentes y realistas

El Plan de Iguala pedía un México libre, católico  y unido espiritualmente con el Mundo Hispánico del cual siempre ha sido parte.

De este modo, apoyándose en la fe, en el idioma y en la comunidad de sangre, Iturbide se convertía en un pionero del ideal de Hispanidad que, a mediados del siglo XX, habría de ser defendido por Ramiro de Maeztu y Manuel García Morente.

Un ideal hispánico que incluso es tomado en nuestros días muy en cuenta por los últimos Pontífices de la iglesia Católica quienes han bautizado a esta porción del mundo con un nombre significativo: el continente de la Esperanza.

Un México católico, independiente y que jamás habría de renegar de esas raíces comunes que le unen tanto con la madre patria como con los Pueblos hermanos de Hispanoamérica y Filipinas.

Un ideal que distaba mucho de los proyectos liberales que –alentados por las logias- pedían exactamente lo contrario: un México que  no fuese católico, que renegase de sus raíces hispánicas, que recelase de sus hermanos del continente y que acabase siendo sometido por la gran potencia anglo-protestante.

Con el correr del tiempo, la oposición entre el ideal iturbidista y los proyectos masónicos va a ser la causa de la caída de Iturbide y  -como efecto inmediato- del caos que se vivió en México durante gran parte del sigo XIX.

“El Plan de Iguala”, nos dice Carlos Alvear Acevedo, “hizo posible que la guerra, que hasta entonces solo había sido civil, se transformara en guerra nacional; respetaba la unión espiritual de los mexicanos; y aseguraba un sistema político en el que, manteniéndose la tradición, se daba participación al pueblo en el gobierno. Gracias al Plan de Iguala y a la acción de Iturbide, pudo consumarse la independencia casi sin derramamiento de sangre, a diferencia de lo que había ocurrido en los años anteriores” 2

El Plan de Iguala ganó muy pronto adeptos tanto por parte de jefes realistas de alto nivel como de antiguos insurgentes. Era un espectáculo digno de admiración ver como en masa se incorporaban voluntarios al Ejército Trigarante, así llamado por defender las Tres Garantías contenidas en dicho Plan.

Quienes veían con muy malos ojos tanto a Iturbide como al Plan de iguala eran las logias masónicas que, obedeciendo fielmente las consignas que les daban sus hermanos desde la Península, hicieron hasta lo imposible para que abortase dicho movimiento.

“Así pues, los masones y liberales no podían estar con Iturbide, que se había levantado contra aquella Constitución a la que consideraba sacrílega y herética. Al contrario, de inmediato comenzaron a trabajar par minar a Iturbide e impedirle que al consumar la Independencia derogara aquella Constitución que les era tan favorable”.

Contra lo que cuenta la historia oficial, es falso que hayan sido los conservadores quienes se opusieron a la Independencia; por el contrario, debido a que no les convenía a los intereses sectarios que defendían fueron los liberales sus más acérrimos enemigos.

A pesar de la acción subterránea de la masonería, se daban importantes deserciones dentro del ejército realista, deserciones que engrosaban las tropas iturbidistas. A mediados de año, el gobierno virreinal tan solo contaba con la capital del país, la ciudad de Durango, el fuerte de Perote y los puertos de Acapulco y Veracruz.

Así estaba la situación cuando desembarca en Veracruz don Juan O´Donojú, nuevo virrey, quien al enterarse de que ya no podría llegar a la capital, se reúne con Iturbide en la ciudad de Córdoba y allí mismo, el 24 de agosto de 1821, firma los tratados de Córdoba con los que reconoce la Independencia de México.

En poco más de siete meses y sin que se derramase una sola gota de sangre, Iturbide consigue la Independencia, una independencia que le cayó a los mexicanos por sorpresa ya que lo que no se había logrado en diez años de salvajismo se conseguía en poco más de medio año gracias a la habilidad diplomática de quien con toda justicia es el verdadero Libertador de México.

El Plan de Iguala es el único plan en la Historia de México que, en un momento dado, contó con las simpatías de todos los partidos habidos y por haber; esto se debía a que no respiraba odio, ni destilaba venganza, ni agraviaba u ofendía a alguien. El famoso liberal Lorenzo de Zavala –por cierto, enemigo acérrimo de Iturbide- nos dice categóricamente refiriéndose a dicho Plan “Los que examinen el famoso plan, llamado de Iguala… convendrán en que  fue una obra maestra de política y de saber” 3

El 27 de septiembre de 1821, aniversario de su natalicio, don Agustín de Iturbide, al frente de 16 mil soldados, entra en la Ciudad de México en medio del clamor popular. Dejemos que sea el historiador Alfonso Junco quien nos cuente tan emotivo momento histórico:

“Todo está engalanado; los colores trigarantes brillan en las colgaduras de las casas y en los atavíos de las mujeres; la ciudad entera se ha echado a la calle; se agolpa el pueblo al paso del ejército, y aclama, en el delirio del júbilo, a su Libertador; rostros y corazones están de fiesta; todos se sienten libres y hermanos, radiantes y como asombrados todavía de que sea realidad el sueño largamente acariciado y tan difícil. Día grande, día puro, día sin sombra, día máximo de la patria. ¡Los que lo vieron nunca lo olvidaron!” 4

Tres siglos después de que la Gran Tenochtitlán había caído en poder de Hernán Cortés (23 de agosto de 1521) España perdía la más rica e importante de sus provincias de ultramar, con lo cual empezaba a desintegrarse uno de los imperios más fabulosos en toda la historia de la humanidad.

Los mexicanos habían logrado su independencia no tanto por odio a la Madre Patria a quien todo se lo debían sino más bien como rechazo a las políticas anticatólicas que desde la metrópoli estaban poniendo en práctica los masones que desde mediados del siglo XVIII (en pleno “siglo de las luces”) habían tomado el poder proponiéndose destruir tanto a España como a la Iglesia.

“La Providencia dio a España el Continente cuando esta supo ser fiel a la Iglesia; la Providencia se lo quitó cuando luces que no eran las de la Iglesia encandilaron sus ojos” 5

(…) A las sectas lo que les interesaba era dividir a los mexicanos, enfrentarlos entre sí haciéndolos renegar de esas raíces hispano-católicas que se garantizaban en el Plan de Iguala elaborado por Iturbide.

Por otra parte, allá muy al norte, a las orillas del ría Potomac, quienes habitaban la Casa Blanca empezaban a ver con preocupación  lo que ocurría en estas latitudes.

El presidente Thomas Jefferson –el mismo que había recibido la documentación que le había entregado Humboldt- había pronunciado una frase significativa: “Los Estados Unidos están destinados a ser el nido de donde saldrán los polluelos que habrán de extenderse por toda América” Clarísima vocación imperialista que habría de cumplirse a costa del sudor y la sangre de los pueblos hispánicos.

Ante todo lo anterior, quienes desde la Casa Blanca, empezaban a planear el futuro del mundo veían en el Imperio de Iturbide a todo un poderoso dique que podría contener sus ambiciones; veían en el pueblo mexicano al noble producto de dos heroicas razas que bien podrían causarles muchos problemas; veían en el idioma castellano a todo un cordón umbilical que sabría unir con firmeza dos continentes; veían en la religión católica a toda una reserva espiritual que bien podría manifestarse en el momento menos pensado.

En una palabra, veían en México un enemigo que habría que destruir cuanto antes no importando los medios.

Y fue así que se decidieron a poner cuanto antes manos a la obra enviando a un sujeto que por algo se caracterizaba era por su extremado maquiavelismo: Joel Roberts Poinsett, a quien José Fuentes Marea describe del modo siguiente: “Era Poinsett un fanático de su patria. Por nada del mundo renunciaría al honor de ser un ciudadano de los Estados Unidos de América” 6

Poinsett, nacido en Charleston (Carolina del Sur) en 1779 formaba parte de una familia que descendía de hugonotes franceses. Viajero incansable ya que había visitado varios países europeos como Suiza, Italia, Finlandia, Suecia, Prusia y Rusia.

(…) Poinsett se presenta ante Iturbide y pretende una serie de concesiones favorables a su país tales como que le cediesen enormes territorios situados al norte y noroeste.

Iturbide se niega y como respuesta Poinsett, con astucia, don de gentes y dinero, adquiere pronto gran influencia  en los medios políticos lo cual le permite fundar aquí logias de rito yorkino.

Ambos ritos se disputaban el control de estos pueblos para, de ese modo, poder aplicar sus planes políticos e imponer su ideología.

 (…) Iturbide fue coronado Emperador en medio de una impresionante ceremonia religiosa llevada a cabo en la Catedral de México y tal parecía que una época de dicha y prosperidad se iniciaba para la vida del nuevo país.

(…) Es aquí cuando entran en acción las diferentes logias, ya sean yorkinas o escocesas. Viendo que si redactaban una Constitución no harían más que fortalecer a Iturbide, se dedicaron todo el tiempo a sabotear dicho propósito, lo cual indignó de tal manera al Libertador que acabó disolviendo el Congreso.

Por su parte José María Mateos, historiador de la masonería en México y miembro de dicha organización, nos dice lo siguiente: “El General Iturbide que veía la oposición del partido del progreso a condescender con sus pretensiones, no se prestó a las del clero; pero cometió la gravísima falta de proclamarse Emperador, y disolvió el Congreso. Las Logias entonces se redoblaron y a sus esfuerzos, el trono se desplomó y se proclamó la República” 7

A confesión de parte, relevo de prueba. La intervención de la Masonería –tanto del rito yorkino como del rito escocés- fue decisiva en el derrocamiento de Iturbide.

Al ver tanto oportunismo y tanta traición, especialmente de aquellos en quienes más confiaba, entre ellos el General Echávarri a quien mandó a combatir a los rebeldes pero –por estar recién afiliado a la Masonería- acabó entendiéndose con ellos; al ver tanta deslealtad, Iturbide abdicó el 19 de marzo de 1823 y abandonó el país.

Durante su corto destierro vivió en Italia e Inglaterra, país en el cual al tener noticias de que la Santa Alianza –la que había restablecido a Fernando VII en el Trono- pretendía reconquistar México, se apresuró a regresar con el objeto de evitar que México fuese invadido por España.

Ignoraba Iturbide que el Congreso había promulgado una Ley que lo declaraba traidor si pisaba territorio mexicano y por ignorarla desembarcó en Soto La Marina (Tamaulipas); de inmediato fue juzgado y, sin dársele oportunidad de defenderse, fue fusilado en el pueblo de Padilla el 19 de julio de 1824.

Justo Sierra, historiador liberal que ve con simpatía a todo cuanto tenga que ver con la Masonería, exclamó ante el destino trágico de Iturbide: “…jamás mereció el cadalso como recompensa; si la patria hubiese hablado lo habría absuelto” 8.

1 Juan Louvier. La Cruz en América. Ediciones de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla. 1ª Edición. Puebla, 1990. Página 45

2 Historia de México. Editorial Jus. 50ª Edición. México, 1991. Página 254

3 Lorenzo de Zavala (Citado por Alfonso Junco). Insurgentes y Liberales ante Iturbide. Editorial Jus. 1ª Edición. México, 1971. Página 11

4 Un siglo de Méjico. Editorial Jus. 5ª Edición, aumentada. Méjico. 1963. Páginas 58 y 59

5 Juan Louvier. Op. Cit. Página 86

6 Poinsett. Historia de una gran intriga. Editorial Jus. 4ª Edición México, 1964. Página 4

7 José María Mateos. Op. Cit. Página 15

8 Evolución política del pueblo mexicano. Universidad Nacional Autónoma de México. 2ª Edición. México, 1957. Página 182