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Hojas y frutos

 

La mayoría de la gente, vive afanándose y gastando lo mejor de su tiempo y a veces lo mejor de sí mismos enfocados a lograr el éxito profesional, a mantener un status social, y disfrutar de una serie de cosas que llenan de bienestar la vida. 

El ideal de vida de un joven o de una joven que consiguen acabar sus estudios universitarios o técnicos y tienen el privilegio de poseer un cierto nivel social y cultural para acceder al mundo del trabajo podría ser el siguiente: Tener un buen trabajo que les permita ganar suficiente dinero para vivir bien y poder disfrutar de las cosas buenas de esta vida, que no son pocas: entre otras, una casa, dos o tres carros, computadora, practicar algún deporte o afición, disfrutar de las vacaciones, y poder hacer algún que otro viaje de vez en cuando; cuando el dinero, el tiempo y la familia lo permitan… En segundo lugar, disfrutar de buena salud; mantenerse en forma, ni gordos ni demasiado delgados; ser atractivos y mantenerse así el mayor número de años posible. En tercer lugar, casarse con un marido bueno, guapo, atento y trabajador, o bien con una esposa guapa, cariñosa, dócil y servicial. Tener dos, máximo tres hijos pero que sean hijos modelos, que los puedan disfrutar los años que vivan en casa, que triunfen en la vida, que no causen ningún problema, y que llenen la vida de satisfacciones y de alegría. Estar rodeados de buenos amigos y de buenas amigas que les llenen de seguridad y de momentos de diversión y de agradable compañía. Y sobre todo que no les pase nada.

Los que suelen llamarse más “privilegiados” son los que logran hacer cierta fortuna, accediendo a puestos de influencia; o son los que triunfan en el mundo de la empresa o de los negocios; los que llegan a ser reconocidos, considerados, famosos, los que aparecen a menudo o de vez en cuando en los medios de comunicación. 

Por el contrario los que suelen llamarse “marginados” son los que, por circunstancias sociales, personales o familiares, no logran acceder a la escalera que les permitiría empezar a subir, aunque fuese muy lentamente, niveles de mínimo bienestar, y que su existencia se desarrolla en la más absoluta miseria y desamparo. 

Entre los extremos de privilegio y de marginación entra el resto del mundo; desde los jóvenes empresarios que luchan y trabajan por ir creciendo día a día, hasta el empleado de clase media o baja que, con mucho esfuerzo, logra tener un carro para desplazarse. Es el enigma de las diferencias sociales, que siempre ha estado presente en la historia de la humanidad, y que siempre estará aunque a muchos nos pueda doler.

Lo importante es que a los ojos de Dios, sean cuales sean nuestras circunstancias, y sea cual sea nuestra condición o nuestro status social, valemos los que valgan nuestros frutos. Lo importante es saber que Dios espera de nosotros frutos de conversión personal y frutos de caridad. Frutos de conversión, que van a ser los frutos que broten de nuestro trabajo espiritual en la conquista de las virtudes para vivir aspirando a la santidad. Y frutos de caridad que son los frutos que brotan de sentir y servir al otro como prójimo. En otras palabras, quizás más sencillas; al final de nuestra vida sólo cuenta lo que hayamos hecho por Dios y por los demás.

Un matrimonio unido y fiel es un fruto. Unos hijos educados en la escuela del amor y del sacrificio y encauzados siempre al bien, con todas las dificultades que hoy encuentran los padres para hacerlo, es un fruto. Una vida de oración en medio del ruido, de las prisas y de los agobios en los que nos movemos, es un fruto. Un camino sacramental de Eucaristía y de Penitencia, vivido con sentido y con constancia, es un fruto.

La conquista de momentos de oración en familia, pese a las quejas y a la flojera que nunca faltan, es un fruto. La aportación generosa de tiempo y de bienes en obras de apostolado o en obras de promoción humana y social, es un fruto. Una aportación concreta a la nueva evangelización como catequista, o colaborando con la Parroquia en algún área de la pastoral, es un fruto. Un esfuerzo sostenido y sincero por cambiar algún aspecto de mi personalidad que sé que puede estar dañando a alguien, es un fruto. Ser referencia moral y espiritual para los propios hijos o en el ambiente en el que me desenvuelvo social o profesionalmente, es un fruto. Acompañar y cuidar con amor y comprensión a un familiar o a un amigo enfermo o anciano, es un fruto. Vivir una enfermedad terminal con un gran espíritu de fe y de fortaleza, es un fruto. Llegar al matrimonio habiendo mantenido la pureza, es un fruto.

Todos estos, y muchos más, son los frutos que van a contabilizar en la presencia de Dios.