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Familia, escuela de evangelización

Familia, escuela de evangelización

En esta carta el P. Marcial Maciel, L.C. trata el tema de la familia como Iglesia doméstica y del deber y el derecho que tienen los padres de evangelizar a sus hijos.

El reto de la Nueva Evangelización

Educar a los hijos en la fe y la vida cristiana

El hogar: Iglesia doméstica, comunidad cristiana y escuela de la fe.

El testimonio de los padres: una experiencia totalizante de fe, confianza y amor.

Ayudar a los hijos a vivir los sacramentos, la moral, la dimensión apostólica del cristianismo y a realizarse según la vocación dada por Dios.

La oración, los sacramentos, la comunicación la fe y doctrina cristiana, y el testimonio como elementos de la catequesis familiar

Una educación apropiada para cada una de las etapas de crecimiento de los hijos

La familia cristiana: fermento en la sociedad

El reto de la Nueva Evangelización

Muy estimados en Jesucristo:

El Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles el día de Pentecostés llenando de luz sus corazones e infundiendo en ellos una maravillosa fuerza evangelizadora. Bajó sobre ellos cuando estaban reunidos en oración, junto a la Madre de Jesús; es decir, mientras estaban reunidos «en familia». En este año 1994, año internacional de la familia, el Espíritu Santo se hará presente también sin duda en todas las familias cristianas que quieran acogerlo. Y también en ellas difundirá su luz y su fuerza, para ayudar a cada familia a ser verdadera «escuela de evangelización».

Hace unos meses, el Santo Padre Juan Pablo II publicó una maravillosa Carta a las familias, invitándolas a tomar conciencia de su misión en el mundo y en la Iglesia. Nos dice en ella que se ha inaugurado el «año de la familia» en la Iglesia «como una de las etapas significativas en el itinerario de preparación para el gran jubileo del año 2000, que señalará el fin del segundo y el inicio del tercer milenio del nacimiento de Jesucristo».

Una de las tareas más apremiantes, al acercarse ese jubileo, es sin duda la que el Papa ha llamado «Nueva Evangelización». Considero, pues, que debemos celebrar este año de la familia teniendo en la mente y en el corazón esa invitación del Vicario de Cristo, que surge de una grave constatación: la constatación de que -como él mismo escribió en la introducción de su encíclica Redemptoris Missio, sobre el carácter misionero de la Iglesia- «la misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse. A fines del segundo milenio después de su venida, una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos...».

Efectivamente, basta una mirada a nuestro mundo para constatar que el Reino de Cristo es rechazado y hasta combatido en muchos ambientes, que en muchos lugares su Iglesia va perdiendo terreno. Y no me refiero tanto a las perspectivas estadísticas que nos dicen, por ejemplo, que en el año 2.000 el número de musulmanes habrá superado por primera vez el de cristianos, dado que aquél está creciendo a un ritmo de 16% mientras los seguidores de Jesucristo en un 1,5%. Más preocupante aún que esas cifras me parece el fenómeno de la creciente descristianización de las sociedades que se construyeron sobre las bases de la fe cristiana. Es esta grave situación la que impulsa al Santo Padre Juan Pablo II, a lanzar a todos los católicos el reto de una «Nueva Evangelización».

Cada vez se ve más claro el importante papel que han de jugar en esa tarea los miembros de nuestro Movimiento Regnum Christi, movimiento apostólico y evangelizador por definición. Muchas veces he invitado a los miembros del Movimiento a entregarse de lleno, con auténtico celo, a la urgente tarea del apostolado. Gracias a Dios se están percibiendo bastantes frutos, sumamente alentadores.

Ahora bien, el Regnum Christi se propone ante todo transformar el ambiente en el que viven diariamente sus miembros. ¿Y no es la familia el primer ambiente de cualquiera de Uds., el más cercano e íntimo, el que más depende de su responsabilidad personal? Quisiera invitarles, pues, a participar en la tarea de la «Nueva Evangelización» del mundo, esforzándose por hacer de su hogar una auténtica «escuela de evangelización». Por eso me he querido dirigir a Uds. precisamente en cuanto padres de familia.

Educar a los hijos en la fe y la vida cristiana

En la homilía a las familias de Chihuahua, durante su segundo viaje a México, el Papa afirmó: «A los padres de familia os toca formar y mantener un hogar en el que germine y madure la profunda identidad cristiana de vuestros hijos: el ser hijos de Dios»; y recordó «el deber que tenéis de educar a vuestros hijos, no sólo en lo cultural y social, sino también en la fe y en la vida cristiana».

Se trata, pues, ante todo de un deber. Uds., en efecto, han tenido el privilegio de cooperar con el Creador, engendrando a esas criaturas a las que llaman con el dulce nombre de «hijo». Les han otorgado, por su mutua donación amorosa, el don más radical que se pueda imaginar: su misma existencia. Ellos son en verdad carne de su carne; ellos existen hoy porque Uds. los han traído al mundo. Un vínculo vital y profundísimo les liga a cada uno de ellos. De ahí surge el deseo más que natural de seguir dándoles lo mejor: un hogar, alimento sano, una buena formación intelectual, su cariño y su cuidado...

Y entre los diversos regalos, les han brindado uno singularmente excelso y trascendente: los han hecho ¡hijos de Dios! por el bautismo. Un regalo que no debe reducirse a un don frío, casi indiferente: «Te regalo el don del bautismo; ahí lo tienes, haz con él lo que quieras». Si de veras aman a los hijos de sus entrañas no puede darles igual que la fe y la vida divina sembrada en ellos por el bautismo se desarrolle y fructifique, o que languidezca y muera. Recordemos de nuevo las palabras del Papa en México: «Rezando con vuestros hijos, meditando con ellos la Palabra de Dios, acompañándolos en la Eucaristía y en los demás sacramentos, llegaréis a ser plenamente padres: habréis conseguido engendrarlos no sólo a la vida corporal, sino también a la vida eterna en Cristo».

Naturalmente, sólo entienden esto quienes de verdad comprenden y valoran lo que significa la fe y la gracia de Dios en el corazón de un ser humano. Son realidades que no vemos, cuya carencia no sentimos físicamente como sentimos la falta de alimento o la necesidad de abrigo en el frío del invierno. Pero yo les invito a que tomen conciencia de que son dones que valen mucho más, casi diría infinitamente más, que las paredes de un hogar, un alimento sano, una buena educación intelectual o una copiosa herencia. Esa fe que engendra esperanza y fructifica en el amor es la luz que dará sentido profundo a la vida de sus hijos en los momentos de gozo y en los de tristeza, aun en los más duros, cuando ningún punto de apoyo humano sirva para responder a la angustiosa pregunta: «¿por qué?» ¡Qué tremendo es conocer personas que no pueden soportar con serenidad el dolor de la pérdida de sus padres, porque éstos no quisieron o no supieron infundirles desde niños la fe que podría ayudarles a vislumbrar una luz de esperanza en esos momentos de desconcierto y dolor!

Hay regalos que duran un día de ilusión; otros valen para toda la vida; el don de la fe cristiana acompañará a sus hijos en su infancia, durante la juventud, a lo largo de sus años maduros, cuando sean ancianos, y hasta la eternidad. En el cielo, cuando resplandezca para siempre la verdad del amor, sus hijos les estarán profundamente agradecidos por todo lo que han hecho por ellos; pero muy especialmente les darán las gracias por haberles ayudado a conocer y amar a ese Dios del que entonces estarán ya gozando para siempre.

Por otra parte, Uds., en cuanto cristianos, han sido «enviados» por Cristo a colaborar en su misión de salvación del mundo. Cuando recibimos el sacramento del bautismo, y luego el de la confirmación, nos convertimos en discípulos del Señor, mandados por Él a llevar su mensaje a los demás: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio». Todos los cristianos somos apóstoles, responsables de la evangelización del mundo. Pero, naturalmente, somos responsables, ante todo, de la transmisión de la fe entre aquellos que nos son más cercanos, y muy especialmente entre quienes están ligados a nosotros por el vínculo maravilloso de la filiación.

Pero, además, un tercer sacramento los legitimiza y responsabiliza como «apóstoles de sus hijos»: el matrimonio. El día en que, delante del representante de Dios, se dijeron uno al otro aquel «sí» solemne y generoso, Cristo tocó con la gracia sacramental su mismo ser personal. Y esa gracia que los consagró para la vida matrimonial, les da por ello mismo un papel específico dentro de la misión de la Iglesia: no son ya sólo cristianos bautizados y confirmados, sino de algún modo consagrados por el sacramento del matrimonio para realizar cristiana y santamente su misión en la Iglesia, que es misión de esposos y de padres. Cuando un joven recibe la ordenación sacerdotal, queda consagrado para servir y anunciar el Evangelio a todos los fieles como ministro de Dios; cuando dos jóvenes se unen por el sacramento del matrimonio, quedan consagrados para servirse uno al otro y para anunciar el Evangelio a sus hijos. Aquel genérico «id al mundo entero» de Jesús se concreta para los que recibieron el sacramento matrimonial en «id a vuestros hijos y predicadles el Evangelio».

El hogar: Iglesia doméstica, comunidad cristiana y escuela de la fe.

En cuanto padres cristianos, han sido llamados, pues, a hacer de su hogar una verdadera comunidad cristiana, una especie de Iglesia en pequeño. Es en realidad un concepto muy antiguo en la tradición cristiana. Conocemos, por ejemplo, un bellísimo discurso de san Juan Crisóstomo en el que dice: «Cuando ayer os dije: haced de vuestra casa una iglesia, vosotros estallasteis en aclamaciones de júbilo». S. Agustín compara en una homilía el papel de los padres, no ya con el de un sacerdote, sino hasta con el del obispo: «A cada uno en su casa, si es su cabeza, debe tocarle el encargo del obispo, para que los suyos crean y ninguno de ellos caiga en la herejía». Y en otro texto: «Todo padre se ha de sentir comprometido a amar a los suyos con afecto verdaderamente paterno. Por amor de Cristo y de la vida eterna, eduque a todos los de su casa, consuélelos, exhórtelos, corríjalos con benevolencia y con autoridad. Así ejercitará en su casa una función sacerdotal y en algún modo episcopal...». El Concilio Vaticano II recogió esa idea con la bella expresión «iglesia doméstica», y el Papa Juan Pablo II se refiere a ella con mucha frecuencia, al hablar de la familia cristiana. No «iglesia» en el sentido únicamente de lugar de culto, sino más bien en cuanto comunidad viva de seguidores de Jesús.

Vista así la familia, se comprende mejor la hondura del derecho y deber que tienen los padres de hacer de su hogar una verdadera escuela de la fe.

Piensen, por otra parte, que no hay mejor modo de lograr la felicidad del hogar que hacer de él en verdad una «iglesia doméstica». La fe cristiana vivida por todos los miembros de una familia produce necesariamente frutos maravillosos de armonía, comprensión, perdón, apoyo mutuo, generosidad, alegría, paz... ¿Hay acaso algo que pueda unir más profundamente dos corazones, o los corazones todos de un hogar, que la sintonía espiritual de quienes creen lo mismo y aman con un mismo amor al Padre que está en el cielo?

Creo que a veces no tenemos conciencia clara de la seriedad de ese deber de catequización de los hijos, porque no comprendemos debidamente su importancia y su eficacia insustituible. Nos parece suficiente enviar a los niños a un «buen colegio» o llevarlos a la catequesis parroquial. Y sin embargo, no basta. Lo dijo claramente el Papa en Chihuahua: «Es cierto que en la educación de los hijos contáis con la colaboración de otras personas: los maestros en las escuelas, los sacerdotes de vuestras parroquias, los catequistas. Pero no olvidéis nunca que vuestros hijos dependen primordialmente de vosotros».

En su reciente Carta a las familias, el Papa afirma claramente que «uno de los campos en los que la familia es insustituible es ciertamente el de la educación religiosa, gracias a la cual la familia crece como «iglesia doméstica». La educación religiosa y la catequesis de los hijos sitúan a la familia en el ámbito de la Iglesia como un verdadero sujeto de evangelización y de apostolado».

La catequización familiar llega a ser verdaderamente imprescindible en muchas situaciones actuales, en las que es utópico esperar que la escuela o la parroquia suplan lo que no se hace en casa. Ciertos ambientes en los que nuestros niños se encuentran no sólo no ayudan, sino que contradicen y combaten la fe que reciben de sus padres. Y, viceversa, ¡qué triste es encontrar que algunas familias echan a perder lo que el colegio o la parroquia se esfuerzan por edificar en las almas de sus hijos, cuando los padres son los primeros responsables de su educación integral, también de la educación en la fe!

¡Qué importante es esa labor evangelizadora que se realiza en el seno íntimo de nuestras familias cristianas! ¡Con cuánta gratitud recuerdo yo todo lo que mis padres hicieron para encender en los corazones de sus hijos la luz de la fe! Aquellas primeras plegarias aprendidas de labios de mi madre; aquellas sentidas narraciones de la Pasión del Señor, junto al rosal del jardín; aquellos maravillosos ejemplos de virtud cristiana en tiempos difíciles de persecución... No me cabe la menor duda de que esa verdadera «escuela de cristianismo» que fue el hogar de mi infancia marcó mi alma para siempre, preparando en ella la tierra sobre la que después podría el Señor sembrar el don de mi vocación y todos los dones que se ha dignado regalarme a lo largo de la vida.

Pero no hablo solamente por mi experiencia personal. Comprenderemos muy bien la importancia decisiva de la catequización familiar si reflexionamos un momento sobre la realidad de la familia y su relación con algunas características propias de la fe cristiana.

Me parece sumamente significativo el fenómeno que hoy encontramos en el ámbito de la moderna psicología en relación con el tema de la familia. Mientras por una parte asistimos a una indudable «crisis» de la institución familiar (disminución de matrimonios, aumento de uniones libres y de separaciones o divorcios, etc.), por otra constatamos que la psicología actual, especialmente la llamada «psicología social», está realizando estudios serios en los que se pondera el valor insustituible del núcleo familiar. Y no se debe a motivaciones religiosas, al deseo de defender la doctrina de la Iglesia; se trata a menudo de estudiosos indiferentes o hasta contrarios a la fe cristiana. Pero es que, tanto la psicología clínica como la práctica de la terapia familiar, están llevando a muchos a la convicción de que la familia juega un papel original e insustituible en la sana maduración psicológica de los individuos, y por tanto influye enormemente en la conformación armoniosa de la sociedad. Se está comprobando experimentalmente, por ejemplo, que el clima de acogida, de afecto, de donación mutua que se respira en un hogar normal es esencial para el buen desarrollo del sentido de relación personal del individuo. Desde los primeros instantes tras su nacimiento, el bebé percibe vivísimamente el afecto y la protección de la madre, las sonrisas del padre, las gestos cariñosos de unos hermanos que muy pronto él identifica como seres que forman parte de su entorno vital. Y desde los primeros instantes reacciona ante su presencia, y percibe que ellos reaccionan también a sus gestos y lloriqueos, estableciéndose enseguida una especie de diálogo sin palabras entre él y los seres queridos. Son ya numerosos y muy bien documentados los estudios sobre los traumas y carencias que la falta de ese entorno de amor, acogida y protección produce en el ser humano, y que muchas veces se manifiestan sólo en la adolescencia o la juventud. Se ha llegado, pues, a la conclusión de que la vida familiar tiene una importancia decisiva e insustituible en la humanización y la socialización de la persona.

El testimonio de los padres: una experiencia totalizante de fe, confianza y amor.

Por otra parte, la fe no consiste en una serie de nociones intelectuales que pueden ser aprendidas asépticamente en un libro o en un aula. Hay también nociones, verdades que aprender; pero son verdades que tocan profundamente la propia vida, y en ese sentido son «valores». Ahora bien, los valores, a diferencia de las puras nociones intelectivas, no pueden ser transmitidos por la sola enseñanza académica; se transmiten más bien por la relación entre las personas: un profesor universitario nos puede en todo caso «enseñar» que la caridad es un valor; una madre que pronuncia en casa palabras de perdón hacia quien la ha ofendido «transmite», casi «contagia» la caridad como algo que realmente vale, puesto que es vivido por ella. La catequización familiar aporta la fuerza decisiva del testimonio. Precisamente porque se trata de verdades de vida, se aplica aquí con especial exactitud el dicho clásico: «las palabras mueven, el ejemplo arrastra».

Pensemos, por otra parte, en el clima de amor e intimidad propio de la familia. El amor, la caridad, constituye el centro vital de la fe cristiana. Es el «mandamiento nuevo» de Jesús, aquello por lo que los demás «conocerán que somos sus discípulos». La doctrina cristiana se debe entender como enraizada en el amor, y por ello mismo se comprende y asimila mejor cuando su enseñanza se realiza en un ambiente de amor espontáneo. No voy a negar que en las aulas del colegio se pueda gozar de un clima de espontaneidad y caridad; pero es evidente que nunca podrá igualar a la intimidad y la frescura del amor compartido todos los días, que reina en una verdadera familia. Hay maestros que son verdaderos testigos del amor cristiano; pero nunca puede compararse su entrega a los alumnos con la donación permanente, desinteresada, cariñosa, de una buena madre o un auténtico padre. Una palabra sobre Dios, una enseñanza acerca de la Iglesia, un ejemplo vivo de oración o de perdón cristiano, recibidos de aquellos con quienes el niño convive diariamente al calor del hogar, vale más que un curso entero de catecismo con clases, exámenes y dibujos a colores en el libro de texto. La psicología religiosa, por otra parte, nos ha mostrado que la imagen que nos formamos de Dios como Padre amoroso se desarrolla mucho más fácilmente cuando se cuenta con la experiencia cotidiana del amor paterno y materno. Cuando un niño experimenta en su vida la presencia de un padre cercano y amoroso puede sintonizar espontáneamente con los sentimientos de Cristo cuando exclama: «Te doy gracias, Padre...», o cuando nos enseña: «Sed comprensivos como vuestro Padre celestial es comprensivo». La ternura y fuerza perseverante del amor materno es otra lección natural del amor divino que recoge la Sagrada Escritura: «¿Puede acaso una mujer olvidarse de su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella llegara a olvidarse, yo no te olvidaría». La experiencia del amor de los propios padres abre así al niño a entender a ese Padre infinitamente bueno que Cristo nos quiso comunicar con su predicación. ¡Qué bello y comprometedor es saber que el amor materno y paterno que Uds. dispensan a sus hijos es la escuela natural de su relación con Dios! ¡Qué privilegio ser reflejo del mismo Dios Creador para sus hijos y poder ayudarles con su palabra y su ejemplo a elevar su mirada hacia Aquel a quien podrán amar mejor gracias al amor que reciben de Uds.!

Claro está que al decir esto no quiero decir que Dios no pueda revelar su amor a quienes no tienen la experiencia cercana de uno o ambos de sus padres, por fallecimiento o por otros motivos. Nadie es huérfano de Dios. Sin embargo, esto no disminuye en nada el papel que cada uno de Uds. como padre o madre recibe de Dios de ser revelación viva de su amor.

Otro elemento distintivo de la «catequesis familiar» es la confianza. La fe cristiana debe ser conocida, y en cierta manera, razonada. Pero su esencia consiste en la confianza: creer es fiarse de Dios, que no puede ni engañarse ni engañarnos. Ahora bien, la confianza en Dios nace de la confianza en quienes nos llevan a él. La fe de la Iglesia se basa en el testimonio de quienes vivieron con Jesús y lo vieron resucitado tras su muerte en el Calvario. Nosotros nos fiamos de ese testimonio a partir del testimonio de quienes, a través de los siglos, nos han transmitido aquellos hechos y la fe que se basa en ellos. Teniendo esto en cuenta, se comprende bien la importancia capital de la transmisión de la fe hecha en familia. Para un niño, el papá es la roca de sus seguridades, el «omnisciente y todopoderoso»; la mamá es el regazo conocido y confiable, y hasta el escondite seguro en los momentos de desconcierto. Nada puede ayudarle tanto a confiar en Dios, como oír a sus padres hablar del Padre del cielo, a amar a la Santísima Virgen María como verlos acudir a su protección materna, a crecer en la fe como aprender a decir con ellos «Creo en un solo Dios».

Algo parecido cabría decir sobre la sencillez propia de la comunicación de la fe en la familia. Un buen profesor puede ilustrar con hondura los recovecos de la más alta teología; y también eso es necesario. Pero la fe cristiana es una acogida confiada y sencilla. ¡Cuántos santos sin grandes luces han ayudado más a la transmisión y al afianzamiento de la fe que algunos estudiosos de altos vuelos a quienes se les olvidó que hay que hacerse como niños para entrar en el Reino de los cielos! La fe, en cuanto acogida sencilla, se contagia como en ningún sitio en la sencillez cotidiana de la vida familiar. «Dios anda entre los pucheros», decía a sus monjas santa Teresa; y ahí, entre los pucheros y las aspiradoras y los ratos de trabajo o de descanso hogareño, el niño aprende a creer y a familiarizarse con Dios. Nada tan eficaz como esa «catequesis casera», hecha de espontaneidad e inmediatez: esa oración antes de comer, sin poses, como lo más natural; esa expresión espontánea ante una buena noticia: «gracias a Dios»; esa corrección cariñosa al hijo enfurecido: «no hijo, hay que saber perdonar de corazón, como Jesús en la cruz»... Es una educación en la fe espontánea, sin necesidad de textos y de títulos; fecunda como la lluvia mansa que va empapando la tierra sin que el campesino sepa decir cuándo cayó el agua benefactora.

La «catequesis familiar» se distingue también por su sentido de concreción. La doctrina cristiana no se aprende para «saber» sino para «saber vivir». La fe, decía antes, es creer en verdades que son vitales, que iluminan e inciden sobre la vida concreta de todos los días. He ahí de nuevo a la familia. Un buen maestro podrá poner ejemplos concretos de lo que significan las verdades de la fe y explicar a sus alumnos que deben ser vividas en la vida diaria. Pero no es lo mismo oír esas explicaciones que «vivir la fe» en la concreción de la vida familiar diaria. En familia se nace, se crece, se sufre, se goza, se muere. En la familia cristiana se nace, se crece... cristianamente; es decir, se viven los acontecimientos concretos y reales de toda vida humana a la luz de la fe, y con ello mismo creciendo en la propia fe. En la escuela nos explicaron que un niño que nace es una creatura de Dios, en casa vivimos esa verdad cuando nació el hermanito y fuimos con nuestros padres al templo para dar gracias a Dios; en la escuela nos dijeron que el cristiano debe amar a todos y ayudar a los más necesitados, en casa ayudamos a los pobres que llamaron a la puerta, con las monedas que nos dio nuestra madre; en la escuela nos hablaron de que el sufrimiento tiene un sentido cuando se une a la Pasión del Señor, en casa vimos llorar a nuestros padres cuando murió la abuelita, y les vimos también mantenerse serenos mientras enjugaban nuestras lágrimas y nos susurraban: «vamos a ofrecérselo a Jesús, que por nosotros sufrió y murió en la cruz».

Por último, la catequesis familiar es una experiencia totalizante. La fe cristiana no es una serie de verdades sueltas, más o menos relacionadas entre sí, entre las cuales podemos escoger las que más nos agraden. Es, al contrario, una visión global y coherente de la vida, del mundo, de Dios, de los demás... Y, por lo mismo, es una visión que debe iluminar y guiar todos los rincones de la vida del cristiano: su vida familiar, su trabajo, sus diversiones, etc. La vida cotidiana de una familia verdaderamente cristiana ayuda a asimilar, de modo ininterrumpido, esa «visión global y coherente» y a dejarse guiar por ella en los acontecimientos y circunstancias de cada jornada.

Creo que todas estas reflexiones les han de ayudar a ver la maravillosa oportunidad que tienen Uds. para contribuir de manera original y específica, más aún, insustituible, en la formación religiosa de sus hijos. Pero posiblemente se dirán: «Bien, pero ¿qué podemos o qué debemos enseñarles nosotros, que no contamos con una formación específica como catequistas o profesores de teología?». Les comentaba al inicio la ayuda que recibí, cuando niño, de mi madre. Tampoco ella tenía ningún doctorado en teología, y, sin embargo, ¡cuánto nos enseñó! No se les pide que se conviertan en catedráticos de alta teología. De acuerdo con cuanto les decía antes sobre el carácter de sencillez, espontaneidad, concreción, etc. de la transmisión de la fe en la familia, podemos decir que el contenido de esa transmisión debe centrarse en las verdades y los valores fundamentales de la doctrina y la vida cristiana.

Ustedes pueden muy bien hacer comprender a sus muchachos que tenemos un Padre en el cielo, creador de todas las cosas que vemos alrededor, dador de todo bien, infinitamente bueno; y que ese Padre no es ajeno a cada uno de nosotros, sino que está siempre presente en nuestra vida: al levantarnos, al comer, al acostarnos, cuando salimos de viaje en familia, junto al hermanito enfermo en la cama... Pueden, de modo sencillo y espontáneo, ayudarles a valorar la voluntad de Dios como brújula y guía de la vida de todo cristiano auténtico. En segundo lugar, hay que comunicarles el amor a Jesucristo, el Hijo de Dios que se hizo hombre como nosotros, para salvarnos del pecado muriendo en una cruz, y que sigue estando hoy cerca de nosotros como salvador y amigo, especialmente en la Eucaristía. Como bien saben Uds., es éste el centro de la espiritualidad del Regnum Christi, y, en el fondo, el centro de cualquier espiritualidad genuinamente cristiana. El cristianismo no es una serie de creencias, dogmas, o normas morales, que el creyente debe creer y vivir porque sí. El cristianismo es la fe, el amor, la adhesión vital y el seguimiento de una Persona: la Persona adorable de Jesús; una Persona viva, presente, cercana a cada uno de Uds. y a cada uno de sus hijos. Ayúdenles a descubrirlo, amarlo, seguirlo. No pueden ofrecerles regalo mejor. Y hay que enseñarles a descubrir en su interior la presencia íntima del Espíritu Santo, luz divina para sus mentes y fortaleza para sus corazones, verdadero «artífice» de la santificación del cristiano.

No puede faltar, naturalmente, el amor a María Santísima, la Madre de Jesucristo que Él nos regaló como Madre nuestra antes de morir en el Calvario; Ella es el mejor modelo de lo que significa ser cristianos, y desde el cielo intercede por todos sus hijos con solicitud y ternura. Hay que ayudar a los niños también a entender y amar a la Iglesia, en cuanto comunidad de todos los que creemos en Jesús, querida y fundada por Él mismo para que nos guíe en el tiempo hacia la eternidad, como Madre y Maestra; en ella, dado que se compone de hombres, hay fallos y debilidades, pero Cristo prometió que la asistiría siempre, especialmente a través del Papa, representante suyo en la tierra, y de todos los obispos que están en comunión con él.

Es muy importante, por otra parte, que sus hijos vayan aprendiendo de Uds. cuál es el verdadero sentido de la vida; que no es un vagar absurdo por el tiempo en espera de que suene la última hora, sino un peregrinaje apasionante y lleno de esperanza hacia una meta muy concreta e insospechadamente bella: la vida eterna en el amor de Dios y de todos los que han llegado a ella; y que en ese peregrinaje todos tenemos una misión que realizar, y en relación a la cual cobran sentido las penas y alegrías de cada día y hasta los sufrimientos más hondos.

Hay que ayudarles también a conocer y vivir las principales virtudes cristianas: la caridad, que consiste en amar sinceramente a todos, y especialmente a los más necesitados y que debe ir siempre unida a un genuino sentido de justicia como deseo de dar a cada uno lo que le es debido; la humildad cristiana, aquel «andar en verdad», como decía santa Teresa, imprescindible para que Dios pueda habitar en el alma cristiana, y que tanto ayuda a la serenidad personal y la armonía social; la castidad o pureza del corazón y del cuerpo, entendida no como represión sino como encauzamiento de las propias tendencias sexuales hacia su verdadero fin: la donación generosa a la persona amada, acogida en su integridad personal. Y junto a ellas, las virtudes humanas, tan necesarias para construir al hombre y al buen cristiano: la honradez, la sinceridad, la prudencia...

Ayudar a los hijos a vivir los sacramentos, la moral, la dimensión apostólica del cristianismo y a realizarse según la vocación dada por Dios.

Otro capítulo importante se refiere a los sacramentos cristianos. No basta procurar que sus hijos los reciban; será necesario que Uds. les ayuden a comprender su sentido profundo, a estimarlos y a frecuentar los que se pueden recibir repetidas veces, como la penitencia y la eucaristía.

De igual manera debe preocuparles que sus hijos comprendan y vivan las enseñanzas de la Iglesia en materia moral: su doctrina en torno a la justicia social, su visión del matrimonio, su pensamiento sobre la castidad... Y, sobre todo, que aprendan a caminar en la vida guiados por la fidelidad a su conciencia, distinguiendo claramente el bien y el mal, rechazando todo lo que tenga relación con el pecado que aleja al hombre de Dios, de sí mismo y de los demás. En su Carta a las familias, el Papa afirma que «la experiencia demuestra cuán importante es el papel de una familia coherente con las normas morales, para que el hombre, que nace y se forma en ella, emprenda sin incertidumbres el camino del bien, inscrito siempre en su corazón».

Es importante también ayudarles a asimilar y vivir, desde el inicio, la dimensión apostólica del cristianismo. Con su palabra y sobre todo con su ejemplo, Uds. pueden enseñarles que todo cristiano debe esforzarse con entusiasmo por difundir la «Buena Nueva» que él ha conocido, cumpliendo el mandato de Cristo: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio...». Para Uds., miembros del Regnum Christi, movimiento apostólico por definición, esta dimensión de la catequesis familiar reviste especial importancia. De manera sencilla, pero eficaz, pueden ir inculcando a sus hijos el sentido de disponibilidad y la generosidad para saber dedicar parte de su tiempo al apostolado. De ese modo, cuando crezcan, estarán dispuestos a realizar plenamente su vocación de apóstoles cristianos, capaces de dar parte de sí mismos, de sus energías y su tiempo a la causa del Reino de Cristo y el servicio a los hombres, entregando incluso a ese ideal algunos años de su vida.

Finalmente, habrán de poner todo su cariño y su atención para ayudar a cada uno de sus hijos a realizarse plenamente en la vida, según la vocación que a cada uno Dios le ha dado. Ayudarles a tomar sus decisiones, sobre todo las más importantes, no por intereses puramente egoístas, materiales y rastreros, sino tratando de descubrir lo que más les conviene para realizarse verdaderamente, y, en el fondo, lo que Dios quiere de ellos. No conviene presionar o forzar a elegir un camino u otro; más bien hay que estar atentos a las cualidades e inclinaciones del muchacho, para favorecer lo que parezca más conveniente para él. Y si alguno de sus hijos sintiera la voz del Señor que lo llama a su servicio, Uds., lejos de entristecerse o pretender obstaculizar su camino, deberían dar gracias a Dios por ese signo de predilección amorosa, y tendrían que favorecer su libertad y serenidad interior para que él pudiera discernir maduramente su vocación, ayudado en ese difícil trance por su oración y su ejemplo de disponibilidad al Creador.

He recordado simplemente los elementos fundamentales de la doctrina cristiana. Ante este panorama, alguno podrá sentirse poco preparado. Por un lado, creo que con frecuencia Uds. son más capaces y tienen más recursos para esta tarea de lo que les pudiera parecer, porque en el fondo de sus corazones albergan una hermosa fe que sólo necesita ser solicitada para que se exprese en formas insospechadamente ricas y fecundas: la fe y las razones de su esperanza, que conocieron en su infancia y juventud y han ido madurando en su interior durante años, a través de la oración, de homilías, reflexiones, círculos de estudio, etc.

Por otro lado, veo que sería muy conveniente que, movidos por su deseo de ayudar eficazmente a la fe de sus hijos, profundizaran y actualizaran sus conocimientos de la doctrina de la Iglesia. Desgraciadamente, son muchos los «cristianos ignorantes». Se han quedado con las nociones aprendidas en el catecismo de su infancia. En otros campos han ido creciendo y madurando, ampliando su cultura, adquiriendo una especialización... Y mientras tanto, el conocimiento de su fe «se les ha quedado pequeño». No son capaces de «dar respuesta a quien les pide razón de su esperanza», como pedía san Pedro a los primeros cristianos. Muchas veces no pueden siquiera darse razón a sí mismos, ante los embates de la cultura secularizada que les rodea; su fe se tambalea.

Ojalá no sean Ustedes de esos cristianos ignorantes de su fe. Ojalá se esfuercen por conocerla, profundizar en la doctrina, estar al día en relación con el magisterio del Santo Padre, ilustrar y ampliar su cultura religiosa... Con un poco de interés siempre es posible hacer alguna lectura provechosa de un buen libro, participar en algún curso de actualización, etc. Uds. cuentan con la ayuda del Movimiento en este campo. Aprovechen los cursos y actividades formativas que les ofrece, directamente o a través de las obras de apostolado (por ejemplo, la Escuela de la Fe). El tiempo y el esfuerzo que dediquen a su preparación será una estupenda inversión para su propia vida y para el bien de sus hijos.

La oración, los sacramentos, la comunicación la fe y doctrina cristiana, y el testimonio como elementos de la catequesis familiar

Pero queda pendiente una pregunta importante: ¿Cómo? ¿Qué podemos hacer en la práctica para ayudar a nuestros hijos? Es evidente que no se trata de inventar medios extraordinarios, y que no se pueden marcar métodos válidos para todas las familias por igual. Sin embargo, quisiera recordarles algunos de los elementos fundamentales de toda catequesis familiar.

Ante todo, cuentan Uds. con la oración. Sí, la oración de cada día. Ya les he recordado que la fe y la doctrina cristiana son ante todo fe y doctrina de vida, que lleva a una relación personal y vital con un Dios que es Persona viva. De ahí que la mayor fuente de conocimiento y de amor cristiano sea la oración, en cuanto diálogo con el Señor, siempre cercano y dispuesto a escucharnos y hablarnos en nuestro interior. Nadie mejor que Uds. puede enseñar a sus hijos a conversar con Cristo y su Madre Santísima. Cuando les enseñan las primeras oraciones, rezando junto a ellos; cuando les ayudan a hablar con Dios con la espontaneidad con que se habla con un padre o un amigo... están realizando la más fecunda catequización que podemos imaginar.

Importantísima, sobre todo, la oración hecha en común en el hogar. «Donde dos o más estén reunidos en mi nombre, ahí estaré yo en medio de ellos». La promesa de Jesús se cumple de modo maravilloso cuando los miembros de la familia oran juntos. Orar, por ejemplo, al levantarse, para ofrecer la nueva jornada al Señor; bendecir juntos los alimentos al reunirse para compartir la mesa; despedirse todos de María cuando, terminado el día, se retiran a descansar... Hay una serie amplia de prácticas religiosas que pueden ser de gran ayuda. Pienso, por ejemplo, en la tradición de entronizar al Sagrado Corazón para que presida toda la vida familiar, la bendición de la casa o del coche nuevo, etc. Pienso en la hermosa práctica de algunas familias que se reúnen para leer y meditar juntos un fragmento de la Sagrada Escritura. Pienso, sobre todo, en la estupenda tradición del Santo Rosario rezado en familia. ¡Cuánto han ayudado y ayudan a millares de familias en el mundo entero esos quince minutos en los que, dejados por un momento los intereses y quehaceres particulares, se reúnen todos en el salón para rezarle con un solo corazón a la Madre del cielo! En este sentido puede ser de gran ayuda la creación, cuando sea posible, de un pequeño oratorio en casa, como recomienda el Movimiento.

También Juan Pablo II, en su Carta a las familias, subraya la importancia de la oración en familia, como expresión de la unión de sus miembros: «Esta unión debe convertirse en unidad de oración. Pero para que esto pueda transparentarse de manera significativa en el Año de la familia, es necesario que la oración se convierta en una costumbre radicada en la vida cotidiana de cada familia. La oración es acción de gracias, alabanza a Dios, petición de perdón, súplica e invocación. En cada una de estas formas, la oración de la familia tiene mucho que decir a Dios».

La oración en familia llena de luz y esperanza la vida cotidiana, pues se teje espontáneamente en torno a las vivencias de cada día. Es una oración que se hace ruego confiado al iniciar un viaje, petición por el hermano mayor que debe presentar un examen difícil, plegaria sentida por la salud de la tía enferma, agradecimiento gozoso por la subida del sueldo de papá, ofrecimiento alegre de las vacaciones que comienzan mañana, aceptación amorosa de la inesperada desgracia, perdón sincero tras un momento de tensión y nerviosismo, adoración común a Dios Padre, dador de todo bien. ¿Hay algo que pueda sintonizar más entre sí a los miembros de un hogar que la oración hecha en común, en la que piden unos por otros al Padre que vela por todos?

Una dimensión fundamental de la práctica de la oración cristiana es la vida sacramental. Cuánto ayuda la participación familiar en esos eficaces medios de santificación queridos para todos por el mismo Cristo. En la memoria de los niños quedará impreso para siempre el recuerdo de aquellas misas dominicales en compañía de sus padres y sus hermanos, cuando los veían acercarse en silencio de oración a recibir la sagrada comunión.

La recepción de algún sacramento por parte de cualquier miembro de la familia es una oportunidad inigualable de catequización. Desgraciadamente, muchas veces se da una dimensión puramente social a acontecimientos tan cargados de sentido religioso como el bautismo de un bebé, la primera comunión o la confirmación de los muchachos, el matrimonio de la hija mayor. Y sin embargo, basta un poco de empeño para hacer de ellos momentos fuertes del progreso en la fe de toda la familia. Desde luego, procurando que se prepare muy bien quien va a recibirlo: ver que la parroquia o el colegio le explique su sentido más profundo, ayudarle con algún comentario espontáneo a valorarlo en su dimensión religiosa, regalándole con ese motivo algún libro que le ayude a disponerse para recibir el sacramento... Pero debería ser toda la familia la que se prepare religiosamente para la ocasión, creando un clima de fiesta en casa, orando por quien va a recibir la comunión o a casarse, asistiendo, por ejemplo, a alguna plática con el párroco para reflexionar juntos sobre el sentido del sacramento, disponiéndose para ese día con la práctica de la confesión... En fin, los medios concretos pueden ser muy variados. Lo que importa es que no se vivan esos acontecimientos como fiestas de rutina o meramente sociales, como podrían hacer los paganos.

Junto a la práctica de la oración y de los sacramentos, es necesario un empeño real por comunicar de palabra la fe y la doctrina cristiana. No es cuestión de convertir la casa en una escuela. Pero sí se pueden aprovechar diversas circunstancias para ayudar a los niños, sobre todo a los más pequeños, a conocer y valorar nuestra fe. Se puede repasar con ellos lo que han visto en la clase de catecismo, responder con paciencia a sus preguntas, ilustrarles algunas verdades fundamentales por medio de algún ejemplo o narración sencilla... En ocasiones en que las instituciones externas no les dan una formación religiosa suficiente, o, peor, cuando les inculcan ideas o valores desviantes, esta labor se convierte en un deber indeclinable para todo padre responsable de su fe y de sus hijos.

Hablábamos antes del carácter informal y esporádico de la catequesis familiar. Y es que, más eficaz que las charlas serias que de vez en cuando se puedan tener en casa es ese continuo diálogo espontáneo y fugaz que va rociando todos los días la mente y el corazón de los hijos con la frescura de una fe que ilumina los avatares de la vida ordinaria. Un comentario sobre un acontecimiento de familia, una oportuna observación a propósito de un programa televisivo, una serena corrección ante cierta actitud de un hijo que conviene encauzar cristianamente, etc. No se trata de atosigar a los chicos con una perenne retahíla de recomendaciones, moralejas o puntualizaciones doctrinales. Se trata simplemente de pensar cristianamente, y dejar que el propio modo de ver las cosas vaya surgiendo espontáneamente, en un diálogo sencillo, prudente y respetuoso, cuando se presenta la ocasión propicia.

Es muy probable que a veces sientan una especie de «pudor» ante la idea de recomendar a sus hijos ciertas cosas que Uds. mismos difícilmente logran practicar. «¿Cómo le voy a explicar ese punto o aconsejarle aquel comportamiento si yo no logro entenderlo del todo y me cuesta ser plenamente coherente con ello?». No se dejen engañar por esa tentación. Si sólo hubiéramos de enseñar y exigir a nuestros niños lo que nosotros vivimos perfectamente sería muy poco lo que podríamos transmitirles. Nuestro amor a ellos nos lleva a querer darles lo que sabemos que es bueno, que vale para su bien, aunque a nosotros nos sea difícil realizarlo. Alguno de Uds. puede ser, por ejemplo, un tanto desordenado en sus cosas; no por ello dejará de desear que su hijo adquiera el sentido del orden u omitirá ayudarle a lograrlo. Otro tanto hay que decir de la transmisión de la doctrina y la fe cristiana a sus hijos. Naturalmente, ese mismo deseo deberá traducirse en un empeño sincero por vivir lo que se quiere inculcar a los hijos. Sobre todo teniendo en cuenta que, como les recordaba antes, «las palabras mueven, el ejemplo arrastra».

Y éste es el cuarto medio fundamental de la catequesis familiar: el testimonio. Todo testimonio tiene en sí una eficacia singular en la comunicación de las ideas y los valores. Pero el testimonio de los seres queridos, con quienes se comparte la vida de todos los días, tiene una fuerza inigualable, para bien o para mal. En primer lugar, porque para los hijos, sobre todo en la primera infancia, los propios padres son la imagen del mundo, el modelo inmediato del propio comportamiento. En segundo lugar, porque se trata de un testimonio continuo, que va salpicando todos los momentos de la vida de los hijos. Y finalmente, porque es un testimonio penetrado por la experiencia del amor, que lo hace especialmente incisivo, porque predispone a su acogida espontánea.

En ocasiones podrá parecer que el testimonio de vida resulta menos efectivo que una buena recomendación o un castigo. El resultado de estas medidas puede ser inmediato y palpable, mientras que los frutos del ejemplo callado no siempre se perciben a corto plazo. Pero son frutos que suelen madurar lentamente, profundamente, marcando para siempre la existencia de sus hijos. Conocí hace poco el caso de una señora que, después de haber vivido 30 años separada de Dios y de la Iglesia, ha comenzado de nuevo con gran fervor y alegría su camino espiritual hacia el Señor. La causa es muy sencilla: la muerte reciente de su anciana madre ha despertado en ella un profundísimo deseo de ser como ella, que rezaba todos los días con firme esperanza por el retorno de su hija a la fe. Ha rebuscado entre las cosas de su madre y ha tomado sus libros de oraciones, para continuar ella las plegarias que le viera hacer durante años, con aparente indiferencia. Dios tiene sus tiempos y sus modos. Y entre éstos cuenta sin duda, especialmente, con el buen ejemplo de los buenos padres. No le priven Uds. a Dios de ese tan eficaz conducto a través del cual desea Él transmitir su gracia a sus hijos. No les priven a ellos de la luz maravillosa que irradia el ejemplo de un padre que sabe rezar con sencillez un «padrenuestro» antes de sentarse a la mesa, de una madre que se recoge en silencio para hablar con su Madre del cielo, de unos papás que se acercan con fervor a recibir la santa comunión y que se esfuerzan cada día por ser coherentes con su fe católica. No les priven de ello. Y no se priven Uds. mismos del gozo de saber que con su vida están ayudando al Espíritu Santo a forjar en sus hijos la imagen de Jesucristo. No se dejen llevar por la indiferencia fría o por una malsana vergüenza de mostrarse como hijos de Dios ante sus propios hijos.

Un último medio me parece importante en su tarea evangelizadora en casa. Su responsabilidad como padres debe llevarles a procurar y facilitar a sus hijos todas aquellas circunstancias, ocasiones y oportunidades que pueden enriquecer su fe y su doctrina católica. Ante todo, buscar para ellos un colegio que garantice plenamente su educación religiosa y moral. No se fijen, al escogerlo, solamente en su nivel académico, ciertamente importante. Vean también si se imparten en él lecciones de religión, si se les educa según la perenne doctrina de la Iglesia, si se les ayuda a forjar su personalidad humana y cristiana, también con algunas actividades extraescolares, como misas, retiros, etc. Y, naturalmente, no basta elegir una escuela adecuada, hay que interesarse después por seguir el aprovechamiento del muchacho de los medios que ofrece el colegio y favorecer su participación en ellos; y si fuera necesario, exigir a los encargados que ayuden a sus hijos a formarse en la sana doctrina cristiana. También en este punto la Carta a las familias, de Juan Pablo II, habla muy claro: «Las familias, y más concretamente los padres, tienen la libre facultad de escoger para sus hijos un determinado modelo de educación religiosa y moral, de acuerdo con las propias convicciones. Pero incluso cuando confían estos cometidos a instituciones eclesiásticas o a escuelas dirigidas por personal religioso, es necesario que su presencia educativa siga siendo constante y activa».

Ustedes pertenecen también a una parroquia. No pueden ser indiferentes tampoco a las oportunidades que ésta ofrece para la preparación de los suyos. Favorezcan su participación en los cursos de catequesis, las conferencias, etc. que Uds. vean que pueden ayudar a sus hijos, siempre y cuando les conste de la fidelidad a la doctrina católica y al Santo Padre. Desgraciadamente, no siempre son del todo fiables algunas de las actividades, orientaciones o enseñanzas que se pueden encontrar en ciertas parroquias. Se hace, pues, también aquí necesaria la prudencia y el discernimiento, si fuera necesario consultando al propio director espiritual.

Por otra parte, ustedes cuentan con la ayuda del Regnum Christi en este campo. Pocas instituciones pueden ayudar tanto a sus hijos como aquellas que procuran una formación cristiana a través de actividades que los mismos niños o jóvenes organizan y desarrollan en un ambiente espontáneo de amistad, participación y corresponsabilidad. No se debe forzar a nadie a pertenecer a cualquier grupo o asociación. Pero Uds. pueden invitar cariñosamente a los suyos a formar parte del Movimiento, y a participar en los retiros, cursillos de verano, campamentos, etc. que tanto bien les hacen. Las pláticas y misas, las correrías apostólicas, la amistad compartida en torno a Cristo, y todo lo que el Movimiento ofrece a sus miembros, pueden ser para sus hijos experiencias definitivas en su camino de maduración cristiana, como lo han sido para muchos de Uds. En este sentido, sería muy interesante que lograran acercar a sus hijos, ya desde temprana edad, a un buen orientador moral, en quien podrá encontrar consejo, guía y apoyo en la vivencia de su fe. Un orientador que no podrá suplirles a Uds., pero sí completar y apoyar su labor.

Les he recordado algunos medios fundamentales para su labor de catequización de la familia. Forzosamente, se trata de una visión general. Debe ser cada familia la que vea qué es verdaderamente posible, oportuno e importante en sus circunstancias concretas. Y entre las circunstancias hay que tener en cuenta también el «momento» en que se encuentran sus hijos.

Efectivamente, su tarea de padres y de educadores debe acompañar a sus hijos a través de las diversas etapas de su crecimiento, y ha de adaptarse a las características propias de cada una de ellas.

Una educación apropiada para cada una de las etapas de crecimiento de los hijos

Los primeros años son decisivos. El pequeño no ha llegado todavía al uso de razón, y por lo mismo no puede aún hacer opciones libres. Pero ello no significa que no perciba y retenga todo lo que sucede a su alrededor. Juan Pablo II comparaba en una ocasión al niño con un pedazo de cera blanda, en el que quedan fácilmente impresas las huellas del mensaje que impacta sobre él. Algunos han defendido la teoría de que no hay que inculcar ningún valor religioso al niño hasta que, llegado al uso de razón, sea capaz de optar libremente por la fe. Una postura que ha ido cayendo por su propio peso. Porque es evidente que un padre que ama a su hijo quiere hacerle partícipe cuanto antes de aquello que él considera un valor apreciable: la propia fe religiosa, por ejemplo. Los padres convencidos de su fe desean cordialmente que su niñito aprenda, aun cuando todavía no los comprenda, los primeros rudimentos de esa fe. Ya llegará el momento en que el muchacho pueda confirmar -o rechazar- libremente lo que le comunicaron sus mayores. De otro modo habría que decir que no se debe enseñar a los niños a amar a sus padres hasta que puedan discernir maduramente si lo desean o no, y que no se les debería enviar al colegio hasta que determinen libremente si desean estudiar o no.

La formación religiosa del pequeño tiene que ser sumamente sencilla. Consistirá sobre todo en hablarles con imágenes aptas a su psicología infantil. Se le hace accesible la figura de Dios como un «papá» muy bueno que está en el cielo y que le quiere mucho; Jesucristo es sobre todo «el Niño Jesús», amigo de todos los niños del mundo; María, una «mamá» bellísima y buena que nos protege y reza a Dios por nosotros. Más que razonamientos abstractos hay que usar ejemplos sencillos, historietas agradables, cuentos infantiles. Hay que ayudarles, además, a aprender las oraciones fundamentales de la práctica cristiana: la señal de la cruz, el avemaría y el padrenuestro, etc. Lo mejor, sin duda, será rezarlas junto con ellos, sabiendo hacerse niño con los niños. En el campo de la formación moral, habría que aprovechar las mil oportunidades que la vida diaria va presentando, para hacerles distinguir lo bueno de lo malo y lograr que amen el bien: alabar un gesto de generosidad hacia un hermano, valorar la nobleza de un comportamiento sincero, corregir con dulzura y firmeza una actitud egoísta o caprichosa...

Un trabajo paciente, hecho de sencillas observaciones, recomendaciones, consejos, etc. a propósito de los pequeños acontecimientos de cada día. Un trabajo que debe continuar también en la segunda infancia, cuando el niño comienza a razonar y a usar su libertad. A la experiencia vivida en casa se suman por primera vez otros ambientes, otros niños, otros educadores. Nacen en su mente infantil nuevas curiosidades e inquietudes, ante un mundo que le reserva cada día pequeñas nuevas sorpresas. Necesita vivamente encontrar en sus padres el punto de apoyo que le permita organizar e iluminar esas continuas ráfagas que bombardean su diminuto mundo personal. Su diálogo con ellos servirá para aprender a razonar, para resolver los primeros interrogantes en torno a su fe y comenzar a vivir su relación con Dios y con los demás desde la experiencia de su libertad. En este momento, en que comienza a experimentar también la belleza de la amistad, es importante ayudarle a descubrir, de palabra y con el propio ejemplo, la Persona de Jesucristo, el gran Amigo.

Viene después el período más interesante y difícil: la adolescencia. Alguien se refería a ella como «la edad del armario», porque -decía- habría que encerrar al adolescente hasta que se le pase esa «enfermedad». Una expresión que refleja la dificultad que encuentran los padres para entender y educar a sus hijos en esa etapa. Pero hay que tener en cuenta que el primero que no se entiende es el adolescente mismo. De pronto, siente que todo se transforma en él, en su cuerpo y en su mente. Comienza a sentir impulsos y atracciones antes insospechados. Empieza a darse cuenta de que tiene en la cabeza un instrumento potentísimo llamado razón, y quiere usarlo con el entusiasmo con que se entregaba antes al disfrute de un juguete; todo debe pasar por esa fábrica de silogismos que acaba de descubrir en su mente, y si algo no cuadra con toda claridad, simplemente no lo acepta, es falso. Siente brotar desde dentro el deseo de realizarse, de ser él mismo, decidiendo con plena libertad sobre sí, su presente y su futuro. De ahí su instintivo rechazo de toda autoridad: la familiar, la escolar, la social, y la religiosa. Experimenta la necesidad de autoafirmarse negando su sometimiento a las verdades de fe que los mayores le han enseñado. Posiblemente, el muchacho comenzará a dar señales de alejamiento y enfriamiento religioso. Llega a casa con dudas y objeciones que comienzan a ser serias. No acepta explicaciones simples, y a veces ningún tipo de explicación. Menos aún permite que se le imponga la aceptación de las verdades de fe o que se le obligue o presione en su práctica religiosa. Necesita «revisar» sus creencias, para hacerlas suyas, y necesita vivir su relación con Dios como opción personal. Ya no acepta que le lleven de la mano a la misa dominical; en todo caso irá con sus amigos.

Este despertar de fenómenos nuevos le desconcierta. No entiende a los demás, la sociedad, el mundo; pero tampoco se entiende a sí mismo. Reprocha a los mayores sus egoísmos y falsedades, pero se reprocha también a sí mismo sus incoherencias y fragilidades.

Todo esto hace difícil la etapa de la adolescencia. Pero es un momento importantísimo en el desarrollo de la persona; decisivo. Por ello, la actitud de los educadores, singularmente la de sus padres, no debe ser la del «armario», sino, al contrario, apertura, comprensión, diálogo. También en el campo de la formación religiosa y moral. Ante todo, hay que saber tener paciencia. Aceptar el momento evolutivo por el que el adolescente está pasando, sin alarmarse por su normal crisis religiosa. Ser comprensivos con él, y prestarse a escuchar sus raciocinios y sus dudas, aunque resulten quizás absurdos y tediosos. Él necesita ser escuchado; y le hará mucho bien ver que sus padres no se asustan por sus «desplantes» religiosos, precisamente porque ellos pasaron por momentos similares y ya los superaron hace mucho. Entonces comprenderá la relatividad de sus dificultades.

Son momentos en los que sus hijos necesitan especialmente su cariño, aunque parezcan rechazarlo desdeñosamente. Y momentos en los que el ejemplo de unos padres que, en su adultez, con su razón madura, con plena libertad, siguen creyendo en Cristo, amando sencillamente a María, participando fielmente en la misa dominical, etc. puede ser determinante para la superación definitiva de su crisis espiritual. Momentos, finalmente, que tienen para los padres el sabor de la cruz. Pero, como escribe el Santo Padre en la Familiaris Consortio, se trata de la cruz que acompaña a todo apostolado y que le da fecundidad; hay que afrontar, pues, ese período difícil con ánimo y serenidad.

Con frecuencia, pasados esos años, el joven se va centrando, en todos los sentidos. Comienza a reconocer los límites de su «máquina de razonar», y se hace algo más realista. Ello le lleva a comprender que no puede comprenderlo todo, y por tanto, a reconocer que hay que admitir también el misterio. Algunos, sin embargo, parecen perder su fe para siempre, sobre todo cuando en la adolescencia no han encontrado una acogida y una guía comprensiva y firme. Cabe no obstante, también en esos casos, esperar en la eficacia de la semilla plantada hace años, que muchas veces permanece latente hasta el momento más inesperado, quizás ya adelante en la vida. Y desde luego, hay que esperar siempre en la gracia de Dios. El joven se enfrenta por primera vez a decisiones serias en la vida; algunas determinantes y hasta definitivas. Necesita el apoyo respetuoso de sus padres. Es el momento en que de palabra y con el propio ejemplo, hay que ayudarles a hacer suya, con plena responsabilidad, su fe y su identidad cristiana, y a dejarse iluminar por ella en sus opciones.

Cuando los hijos van soltando sus amarras para realizar su propia travesía por la vida, los buenos padres saben acompañarles siempre, aunque sea a cierta distancia. Les apoyan, naturalmente, con su oración y su afecto; pero también con su aliento, sus consejos, sus confidencias. Son para ellos como unos buenos amigos que siguen dando apoyo a su fe. Llegarán ciertamente algunos momentos en los que la vida dejará ver a los hijos su rostro hostil; y entonces necesitarán, como cuando eran niños, el sostén de unos padres que pasaron ya por esos duros caminos y supieron conservar y fortalecer en ellos su fe y su amor a Dios, Padre bueno en los ratos dulces y en los amargos.

Me he referido exclusivamente a la tarea evangelizadora de los padres hacia los hijos. Cabría también reflexionar sobre lo mucho que unos buenos hijos pueden ayudar a sus padres a crecer en la fe. Uds., como padres, sepan acoger los retos que sus hijos les puedan ofrecer, con su sensibilidad espiritual, su ilusión por descubrir a Cristo, sus ejemplos de oración o de generosidad cristiana... No obstaculicen nunca el camino de su progreso espiritual. No vayan a despreciar o ridiculizar su esfuerzo sincero por ser cristianos auténticos. No se dejen ganar por ellos en generosidad y madurez en el negocio más importante de la vida: la relación amorosa con Dios Creador y Eterno.

Por último, su sentido apostólico no debe restringirse a sus hijos. Una familia cristiana debe ser un auténtico fermento en la sociedad. Ante todo, en relación con los demás familiares, a quienes el testimonio de su acción educativa con sus propios hijos puede servir de ejemplo y estímulo. Seguramente tendrán frecuentes ocasiones para sembrar, de palabra o con su comportamiento luminoso, buenas semillas de vida cristiana entre sus hermanos y cuñados, sus sobrinos, etc. Piensen, por ejemplo, en lo que les decía antes sobre el modo de organizar y vivir los acontecimientos religiosos de la familia: bautizo, primera comunión, boda, etc.

Hay también todo un campo de apostolado familiar en las relaciones con la sociedad en general. No quiero alargarme ahora en ello, pero habría mucho que comentar acerca, por ejemplo, de la influencia de las familias en el colegio de sus hijos, para asegurar que se les dé una formación y un ambiente que favorezcan su maduración humana y cristiana; o las ocasiones en que las familias podrían asociarse con el fin de lograr que la sociedad civil respete su derecho a educar a sus hijos de acuerdo a sus convicciones, y presionar para que se destierren las plagas dañinas de la droga y la pornografía, etc.

Baste con estas alusiones. He querido analizar con cierto detalle su labor con sus hijos, porque soy consciente de que, como les decía al inicio, tiene una importancia imponderable. Me he extendido en estas consideraciones, porque deseaba platicar a fondo con Uds. para ayudarles a tomar plena conciencia de lo mucho que pueden y deben hacer por la fe de sus hijos en cuanto padres cristianos, y recordarles algunos de los medios de los que pueden echar mano en esa hermosísima labor.

Que María Santísima, Madre de Cristo y Madre nuestra, les ayude siempre a ser auténticos educadores de la fe de sus hijos, como la mejor respuesta que pueden Uds. dar a la invitación del Papa a colaborar de lleno en la urgente tarea de la «Nueva Evangelización».

Familia, escuela de evangelización