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Evangelización e Iglesia católica

Evangelización e Iglesia católica

¿Qué relación existe entre evangelización e Iglesia católica? La pregunta nace de otra más profunda y actual: ¿tiene sentido invitar a las personas a ser parte de la Iglesia en un mundo pluralista donde caben todas las opciones religiosas y culturales?

Podemos avanzar hacia una respuesta a estos interrogantes con la ayuda de la reciente “Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización” (3 de diciembre de 2007), preparada por la Congregación para la Doctrina de la fe y aprobada por el Papa Benedicto XVI.

Este documento reflexiona, en los nn. 9-11, acerca de algunas implicaciones eclesiológicas de la evangelización.

El n. 9 inicia con un recuerdo del día de Pentecostés. Los primeros cristianos, desde el impulso recibido con la llegada del Espíritu Santo, empiezan a anunciar el Evangelio a todos los hombres. Invitan, a quienes no creen, a dar el paso hacia la “conversión”, es decir, a unirse a la Iglesia.

Yendo más a fondo, notamos que la palabra “conversión” indica un cambio profundo de mentalidad que lleva a una nueva vida en Cristo, a un identificarse con el Señor (Nota, n. 9, que cita Gal 2,20).

Los nombres de Cristo y la Iglesia están, como se nos recuerda, profundamente relacionados. Explica la Nota (n. 9) que “la incorporación de nuevos miembros a la Iglesia no es la extensión de un grupo de poder, sino la entrada en la amistad de Cristo, que une el cielo y la tierra, continentes y épocas diferentes”.

En este contexto, se hace oportuno aclarar la idea de “Reino de Dios”. Algunos la interpretan de modo erróneo como algo genérico y capaz de superar todas las creencias y religiones. En realidad, el “Reino de Dios” sólo es comprendido en su relación con Cristo y con la Iglesia. El Reino de Dios “es, ante todo, una persona, que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible” (Nota, n. 9).

El camino hacia Dios y hacia su Reino lleva a las personas a unirse a la Iglesia, que es el “medio de la presencia de Dios” y, por eso mismo, “instrumento de una verdadera humanización del hombre y del mundo” (Nota, n. 9). La expansión de la Iglesia se convierte, entonces, en “un servicio a la presencia de Dios mediante su Reino: en efecto, «el Reino no puede ser separado de la Iglesia»” (Nota, n. 9, que cita la encíclica de Juan Pablo II “Redemptoris missio”).

Por desgracia, la misión evangelizadora de la Iglesia es puesta en peligro por teorías de tipo relativista, en las cuales el pluralismo religioso sería algo plenamente legítimo, incluso bueno. Llegar a este tipo de ideas hace que pierda sentido la vocación misionera de la Iglesia. ¿Para qué enseñar a Cristo si todas las religiones valen lo mismo?

Estas teorías olvidan el gran don que Dios ofrece al mundo al revelarse, al comunicarnos su Amor a través del Hijo.

Es cierto que cada hombre acoge libremente una u otra religión; pero también es verdad que existe una vocación profunda a conocer y aceptar la verdad allí donde ésta se encuentre. Si las enseñanzas de Cristo son verdaderas, si fundó la Iglesia para permanecer con nosotros, entonces la religión cristiana tiene mucho que decir a todos los hombres.

Además, el mismo Espíritu Santo actúa en los corazones para que puedan recibir el Evangelio, para que puedan encontrar a Cristo. Si cada hombre busca la verdad y el bien, podemos decir con la Nota (n. 10) que “todo el corazón del hombre, en efecto, espera encontrar a Jesucristo”.

Cada miembro de la Iglesia escucha en su corazón la voz del Maestro que pide: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28,19-20).

Frente a tantos corazones que no conocen a Cristo, que viven en el “desierto”, toda la Iglesia (fieles y pastores) debe ponerse en camino “para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud” (Benedicto XVI, Homilía del 24 de abril de 2005, citada en Nota, n. 10).

Al anunciar el Evangelio, cada bautizado, cada misionero, participa del amor de Cristo, se convierte en su emisario. Predica movido por una gratitud profunda: ha recibido la caridad de Cristo y necesita difundirla a otros, con ardor, con confianza, con libertad de palabra (Nota, n. 11).

La Nota resalta, al final de esta parte, la necesidad de unir palabra y testimonio. El testimonio es una de las formas más profundas de anunciar el Evangelio, hasta el punto que una predicación vacía del ejemplo sería hueca. A la vez, el simple testimonio no basta para comunicar la verdad evangélica, pues hay ocasiones en las que resulta necesario explicar, dar “razón de la propia esperanza” (cf. 1Pe 3,15), como había subrayado Pablo VI en la exhortación apostólica “Evangelii nuntiandi” (citada en Nota, n. 11).

La evangelización tiene sentido en cuanto conduce a otros hacia Cristo, en cuanto los lleva a formar parte, en Cristo, de la Iglesia. Todos estamos llamados a esta bellísima misión, porque todos queremos que el don de Dios llegue al mundo entero, hasta lograr que Cristo sea todo en todos (1Cor 15,28, citado en Nota, n. 9).