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En recuerdo de aquellos días

El 17 de mayo de 1992 Juan Pablo II beatificó en Roma a Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. Fue el 6 de octubre de 2002 cuando el mismo Juan Pablo II canonizaba al que llamó “el santo de lo ordinario”, y fijó el 26 de junio para su celebración anual. En recuerdo de aquellos días recogemos hoy un extracto de la homilía del entonces cardenal Joseph Ratzinger, del 19 de mayo de 1992. Así se expresó el que, años después, vendría a ser el Papa Benedicto XVI. 
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Josemaría Escrivá se dio cuenta muy pronto de que Dios tenía un plan con él, de que quería algo de él. Pero no sabía qué era. ¿Cómo podría encontrar la respuesta, dónde debía buscarla? Se puso a buscar, sobre todo escuchando la palabra de Dios, la Sagrada Escritura. En esta búsqueda le movió especialmente la historia del ciego Bartimeo que, sentado a la vera del camino de Jericó, oyó que pasaba Jesús e imploró a gritos su misericordia (Cfr. Marcos 10, 46-52). Mientras los discípulos intentaban hacer callar al pobre ciego, Jesús se dirigió a él y le preguntó: «¿Qué quieres que te haga?» Bartimeo le respondió: «¡Señor, que vea!» Josemaría se reconocía a sí mismo en Bartimeo: ¡Señor, que vea! era su constante clamor: ¡Señor, hazme ver tu voluntad!
El hombre empieza a ver verdaderamente, cuando aprende a ver a Dios. Y comienza a ver a Dios, cuando ve su voluntad y está dispuesto a hacerla suya. Ese deseo y esa incesante súplica lo fueron preparando para responder, en el momento de la iluminación, como Pedro: «Señor, en tu nombre echaré la red» (Lucas 5, 5). Su sí no era menos aventurado que aquel sí [de Pedro] en el lago de Genesaret después de una noche infructuosa.
La voluntad de Dios. San Pablo dice sobre esto a los Tesalonicenses: «Ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (4, 3). La voluntad de Dios es, en último término, muy sencilla, y en su núcleo siempre la misma: la santidad. 
El significado de la palabra «santo» ha experimentado a lo largo de los tiempos un estrechamiento peligroso, que sin duda sigue influyendo aún hoy. Nos hace pensar en los santos que vemos representados en los altares, en milagros y virtudes heroicas, y nos sugiere que la santidad es para unos pocos elegidos, entre los que no nos podemos incluir. Entonces dejamos la santidad para esos pocos, cuyo número desconocemos, y nos conformamos simplemente con ser como somos.
En medio de esta apatía espiritual, Josemaría Escrivá ha actuado como un despertador, clamando: No, la santidad no es lo extraordinario sino lo ordinario, lo normal para cada bautizado. La santidad no consiste en ciertos heroísmos imposibles de imitar, sino que tiene mil formas y puede hacerse realidad en cualquier sitio y profesión. Es lo normal y consiste en dirigir a Dios la vida ordinaria y penetrarla con el espíritu de la fe.
Consciente de este encargo, [Josemaría] viajó incansablemente por distintos continentes, hablando a las gentes para animarles a ser santos, a vivir la aventura de ser cristianos dondequiera que sea el sitio de cada uno en la vida. Así, llegó a ser el gran hombre de acción, que vivía de la voluntad de Dios y llamaba a otros hacia ella sin convertirse por eso en un «moralizador». Sabía que no podemos hacernos justos a nosotros mismos; igual que el amor presupone lo pasivo de ser amado, así la santidad va siempre unida a algo pasivo: aceptar el ser amado por Dios.
Su fundación se llama Opus Dei (Obra de Dios), no Opus nostrum (Obra nuestra). No quería crear su obra, la obra de Josemaría Escrivá: no pretendía hacerse un monumento a sí mismo. Mi obra no es mía, podía y quería decir en la línea de Cristo, en identificación con Él (Cfr. Juan 7, 16): no quería hacer lo suyo propio, sino dejar sitio a Dios, para que hiciera su Obra. Seguramente era consciente también de lo que Jesús nos dice en el Evangelio de San Juan: «La obra de Dios es que creáis» (6, 29), es decir, entregarnos a Dios para que pueda actuar a través de nosotros.
De esta manera surge una nueva identificación con una palabra de la Escritura. La palabra de Pedro en el Evangelio de hoy llegó a ser su propia palabra: Homo peccator sum -soy un hombre pecador-. Cuando [Josemaría] reconoció la pesca abundante de su vida, se asustó como Pedro, al ver su miseria en comparación con lo que Dios quería hacer en y a través de él. Se llamaba a sí mismo «fundador sin fundamento» e «instrumento inepto»: sabía y veía con claridad que todo eso no lo había hecho él, que no podía hacerlo, sino que Dios actuaba a través de un instrumento que parecía totalmente inepto. Y esto es lo que, en último término, quiere decir «virtud heroica»: se hace realidad lo que sólo Dios puede hacer.
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Vamos a dar gracias ad Señor por este testigo de la fe en nuestro tiempo -concluyó el cardenal Ratzinger-, por este incansable pregonero de su voluntad, y vamos a pedir: ¡Señor, que yo también vea! ¡Haz que reconozca tu voluntad y la haga!
Impresionante, ¿verdad? Te invito a consultar el texto original: http://www.opusdei.es/art.php?p=16343