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El parlamento de las religiones

La característica de un parlamento es que todos puedan sentarse, hablar y votar. Luego, lo que sale en la votación, si el parlamento tiene poderes, se convierte en ley, en norma, en principio regulador de la vida de las personas. Se reúne, en el Foro de las culturas de Barcelona, el IV Parlamento de las religiones del mundo (7-13 de julio de 2004). No se trata, desde luego, de un órgano político, sino de una reunión que busca establecer puentes de diálogo, de encuentro, para conocer a los otros, para construir un mundo mejor y fomentar el respeto hacia los demás. Sería esperar demasiado de ese Parlamento el que llegue a ofrecer verdades o resoluciones aceptables para todo el género humano. Ello no es posible porque la verdad no se decide por votaciones ni tampoco por consenso, sino que radica en algo mucho más profundo: en el conocimiento (que también puede ser alcanzado a través de una revelación) de lo que es Dios y de lo que es el hombre. Una verdad, científica, filosófica o religiosa, no se decide por votación. La verdad es buscada en cada campo según métodos diferentes. No se le pide al científico que pruebe la calidad de una medicina según los libros de Aristóteles, ni se estudia la inmortalidad del alma con un microscopio electrónico. Esto no significa disminuir en nada el valor que pueda tener este Parlamento de las religiones del mundo. Una reunión de este tipo puede ofrecer reflexiones muy interesantes, pero no nos podrá decir si Cristo era Dios, si Buda enseñó lo que dicen que enseñó, si sea mejor el islamismo sunita o el islamismo chiíta. No puede decir si tiene más razón Calvino que Lutero, o que el Papa de Roma tiene un poder especial que no tienen los patriarcas y primados de otras iglesias y confesiones cristianas. No puede dilucidar si los Diez mandamientos del mundo judeo-cristiano necesitan ser actualizados o si conservan su validez en el mundo de la globalización y del internet. Dios mirará con curiosidad a quienes se reúnan en el Parlamento de las religiones. Miles de años los hombres lo han buscado, lo han llamado, lo han querido u odiado. Dios ha respondido de mil modos: en la lluvia, el viento, el sol, el bisonte o la ballena, la sonrisa de un niño o la ternura de dos esposos que son fieles. Nos ha gritado (el que escribe es católico) desde la historia de Israel (“la salvación viene de los judíos”, Jn 4,22) y desde la Encarnación de su Hijo, Jesús de Nazaret. Nos ha acompañado a lo largo de 2000 de historia en los que no siempre los cristianos hemos sido capaces de descubrir el Amor de Dios en nuestras vidas ni lo hemos testimoniado a un mundo sediento de esperanza y de perdón. Un Parlamento de las religiones puede ayudar a conocer otros fenómenos espirituales que se han dado o se dan entre los seres humanos, pero no puede quitar las certezas que se basan en la fe. Fe que tiene su origen en el actuar de Dios en la historia humana. Fe que, según decía un psicólogo, es como una enfermedad que no tiene curación, pero que crea personalidades como las de Francisco de Asís, Madre Teresa de Calcuta o Juan Pablo II. Muchos expertos hablarán en el Parlamento de las religiones. Quizá alguno de ellos valorará aún más la belleza de su fe en Cristo. Quizá otros se darán cuenta de que su fe es pobre, necesitada de alegría y esperanza. Habrá quien se cuestione sus propias convicciones religiosas para abrirse a la búsqueda de la verdad, venga de donde venga. Afincarse en el pasado tiene sentido sólo si una tradición tiene validez por venir de quienes han tocado y palpado verdades profundas, misterios realmente revelados por un Dios que nos sobrepasa y que, a la vez, ha querido caminar a nuestro lado. Si el pasado no se basa en la verdad, aunque duela, habrá que dar el paso hacia el Dios verdadero. Un Dios que (vuelvo a hablar como cristiano) se nos ha revelado en Cristo. Un Dios que nos susurra e invita a acoger la vida y el amor. “El que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratis el agua de la vida” (Ap 22,17).