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El cerebro virtual

Es curioso ver qué habitual es  pensar en el cerebro como una computadora digital. Me extraña cada vez más verlo manejado como principio indiscutible por los mayores  investigadores en el campo de las ciencias cognitivas y la inteligencia artificial. Para profesores en universidades tan prestigiosas como son MIT y Harvard, es una especie de rígido dogma.

Ciertamente el cerebro no se parece nada a una computadora; al menos nunca he visto una computadora tan blanda y húmeda. Sin embargo, la idea se propaga cada vez más, y los ataques más duros, provenientes de  filósofos de la mente humana, en  nuestros días,  no han podido pararla.

Desde luego, a un católico le sorprenderá tal afirmación, convertida en dogma por los científicos. Está claro que una computadora no hace más que saltar de una instrucción a otra, según listas llamadas “programas”; allí no hay espacio para la libertad. Y si no existe la libertad, ciertamente la moralidad no es más que una broma de mal gusto. Si no soy más que una máquina, ¿cómo puedo tener un alma eterna?

Pero, tampoco hace falta ser católico para oponerse a tal modo de pensar. Cualquier persona diría, “Por supuesto,  mi cerebro no es una computadora. Nunca se rompe, y no pasé semanas aprendiendo a  usarlo. Sólo los robots tienen computadora por cerebro”.

Para desmentir este mito, tendremos que comenzar analizando qué queremos decir por “pensar”, y por qué será siempre imposible construir una computadora que piensa como hacen los hombres, como pretende el proyecto de la así llamada “inteligencia artificial”.

La inteligencia artificial

Alguien explicó una vez que la inteligencia artificial es “la ciencia de cómo hacer que las máquinas hagan todas las cosas que hacen en las películas”. Los miles de millones de euros gastados en proyectos de investigación en los últimos cincuenta años demuestran que es mucho más difícil que lo que parece.

Una computadora, en el sentido más amplio, es cualquier máquina que realiza una secuencia de reglas e instrucciones. Estamos acostumbrados a ver computadoras hechas de silicón que funcionan a base de electricidad, pero es  simplemente porque funcionan  más rápido que el ábaco. Si tienes un poco de ingenio y mucha paciencia, puedes construir una máquina de cualquier tipo para multiplicar dos números.

Las instrucciones forman lo que se llama un programa de computación. Los más sencillos ponen “Hola, mundo” en la pantalla; los más complejos te permiten diseñar revistas, simular el clima, monitorear una fábrica o mantener un avión en vuelo. Cualquier que sea la tarea, los principios básicos son siempre los mismos: datos que entran, manipulación de estos datos según instrucciones fijas, y datos que salen.

Siguiendo este modelo, los científicos han podido lograr que las computadoras hagan cosas que se creía sólo el hombre podía hacer.

Ahora vemos computadoras traduciendo textos de un idioma a otro, ganando al campeón del mundo en ajedrez, comprando y vendiendo acciones (con otras computadoras) y hasta diagnosticando enfermedades.

Ahora bien, si vemos cómo funcionan las neuronas del cerebro, es fácil ver por qué los científicos proponen que podríamos ser computadoras.

Cada  millón de millones de neuronas que componen tu cerebro, en la explicación más básica, no hace más que sumar los impulsos eléctricos que recibe de los centenares de neuronas que están conectados entre sí, y a base de este resultado, mandar otro impulso a otras neuronas.

Multiplica esto por millones y conéctalos bien, y puedes comenzar a explicar hasta las más complicadas tareas de visión y locomoción.

La computadora sobre tu mesa tiene la capacidad de cálculo del sistema nervioso de un insecto; pero, cuando las computadoras  igualen la capacidad del cerebro humano, difícilmente podremos distinguir entre la inteligencia humana y la inteligencia artificial.

Pero, ¿las cosas son así? El concepto clave aquí es el de “simulación”. Por ejemplo, cuando un papagayo repite las palabras que escucha, está imitando, no hablando. Un actor puede imitar un héroe de tiempos antiguos, pero no resucitar a  Julio César. Obviamente, simular la acción de un ciclón en tu portátil es bien distinto de ver un tornado real desde  tu ventana.

Podemos construir una computadora que se comporta como el HAL de la película de Stanley Kubrick “2001: Una odisea en el espacio”: habla, razona, se emociona y se opone cuando se da cuenta de que está por apagase. Sin embargo, ¿esta computadora realmente podrá “pensar” y “entender”, o no podrá hacer otra cosa sino simularlo? Si la diferencia entre pensar humano y el clicar mecánico va a desparecer de verdad, una computadora tiene que ser una  réplica de lo que una mente humana realmente hace.

La necedad artificial

John Searle, un profesor de filosofía en la Universidad de Berkeley (California), propone  imaginar a alguien que está en un pequeño cuarto con muchos manuales sobre  la mesa. Alguien mete debajo de la puerta una ficha con signos curiosos: “Ve a los manuales, sigue las  instrucciones que encuentras  página tras página,  hasta que por fin llegues a una instrucción que te pida escribir otros signos sobre la ficha, y luego devuélvelo”.

Lo que no sabes es que estos signos formaron una pregunta en chino sobre el confucionismo, y que lo que escribiste era una respuesta acertada en chino perfecto. Está claro que la persona que te pasó la pregunta creerá que el que estaba en el cuarto entendía el chino y era inteligente. 

En esta parábola, tú eres una computadora, los manuales son el programa que sigues, la persona fuera del cuarto es el usuario y la ficha es el input y output. Lo importante es que tú no hablas chino, y ciertamente menos aún conoces el confucionismo, pero tu comportamiento da la  impresión opuesta. Eres un poco como el pequeño Einstein en Microsoft Word que pretende entender lo que teclea, pero en realidad no es más que cientos de líneas en código,  que se van procesando. Tú, en la parábola,  y “Einstein” sois  ejemplos perfectos de la necedad artificial.

Desde otra perspectiva, podemos afirmar que tu asombro al ver un Velázquez en el Prado es una experiencia estética que ninguna máquina podría experimentar jamás. Puedo escuchar una sinfonía de Beethoven, o puedo ver la lista de las medidas de las frecuencias de las ondas de sonido que se emiten en los diversos momentos. ¿Cuál me conmueve y cuál me deja frío? No tiene ningún sentido ver los números: y, sin embargo, estos datos son los únicos que llegan a una computadora. Ésta jamás podrá apreciar el arte como lo hacemos nosotros, los hombres: nos impacta estéticamente un objeto en su totalidad, no un modelo matemático.

Si alguien  quisiera escribir un programa para la apreciación del arte, y poner un robot en el Louvre para escanear las pinturas y emitir juicios estéticos, las cámaras no harían otra cosa que medir las frecuencias de la luz reflejada por los diversos puntos en cada pintura, reconstruirlas en una matriz de datos, procesarlas según reglas fijas y crear un artículo artificial de crítica de arte. Si para estos sensores el “azul” y el “rojo” no son más que  series de números representando frecuencias de luz, el robot será siempre incapaz de “sentir”  el azul y el rojo que nuestros sentidos nos ofrecen. Es como intentar explicar a un ciego el color amarillo y por qué se diferencia del verde. No es posible experimentar el “azul” virtualmente. 

Más aún. Los profesores J.R. Lucas y Roger Penrose, ambos de la Universidad de Oxford, han demostrado matemáticamente que los razonamientos abstractos matemáticos de que somos capaces, no son explicables según un tipo de estructura computacional. Tiene que haber otra explicación sobre el modo en que funciona nuestra mente.

El cerebro y el alma

La dificultad básica en afirmar que el cerebro es una computadora consiste en que esta teoría es enteramente materialista. 

El materialismo cientista afirma que no hay nada que no sea material y que no se pueda explicar por la ciencia empírica. ¿Qué quiere decir? Las moléculas y los átomos y los quark van por el mundo chocando y golpeándose,  según las leyes más estrictas de la física. En una máquina, las moléculas y átomos siguen las mismísimas leyes, aunque restringidos por la forma y figura de la máquina. En fin, la materia no es “libre” para actuar,  como de hecho somos nosotros… así que nuestras mentes no pueden ser simplemente cerebros hechos de materia. Tiene que haber algo más.

Por tanto, los neurocientíficos han tenido que esforzarse al máximo para redefinir  el “sentido”, la  “libertad”, el “yo” y la “conciencia”, y en casos extremos han negado la misma existencia de éstas. El materialismo reduce las cosas más altas en el hombre a los ladrillos más humildes del universo.

El hombre se define en términos del subhumano, y el programador se llama a sí mismo “un programa”.

El materialismo no es ciencia: es filosofía pura, y además falsa. No se puede concebir prueba alguna sobre la tesis de que no existe ninguna realidad espiritual. Obviamente, la ciencia empírica es el estudio de lo medible y observable. Para definir lo medible y observable, y sobre todo para afirmar que no haya nada más allá, uno tiene que salir de la realidad empírica. Paradójicamente, el materialismo nos niega esta posibilidad.

¿Cómo es posible que una teoría que se contradice a sí misma ejerza tanta fascinación en  la comunidad académica? Aquí radica el núcleo de la cuestión. Muchos no han dejado nunca de soñar con el Iluminismo que la razón humana sea la única fuente de verdad, que todo problema humano se pueda resolver  por la ciencia, que la moralidad sea nada más una construcción social, y que Dios, si existe, se adapta a nuestra voluntad. Es la ideología racionalista.

Todo ello sólo puede ser verdad si el alma no existe. De hecho, fue precisamente el pensador iluminista La Mettrie quien llevó a sus últimas consecuencias la visión cartesiana del hombre como “un espectro en una máquina”: el hombre-máquina, criatura del materialismo perfecto.

Si el hombre es verdaderamente una máquina, la respuesta casi instintiva del siglo XXI —de hecho, la única respuesta filosóficamente coherente— sería que el hombre es una computadora. Como consecuencia, todo lo que atribuimos al alma —el amor y la libertad, los gozos y dolores de la vida, la responsabilidad en esta vida y la esperanza de una vida después de la muerte, incluso la misma capacidad de pensar sobre el cerebro— tiene que ser negado sistemáticamente.

Está claro que la Iglesia ha propuesto una teoría más realista en los últimos 2000 años. Es la opción filosófica que, en alguna forma, pareció obvia a Aristóteles, pero que muchos de los investigadores de nuestros días han decidido dejar de lado.

El Catecismo, en los números 362-365, enseña que el hombre es a la vez corporal y espiritual, la unidad entre el alma espiritual y el cuerpo material. La persona humana es una sola naturaleza hecha a imagen de Dios.

Por lo tanto, la investigación científica más avanzada sobre el cerebro sólo podrá descubrir la mitad del puzzle. 

¿Podemos decir, entonces, que la mente funciona como una computadora? No sería un enorme problema, a pesar de lo dicho por algunos filósofos de la mente: a fin de cuentas es una cuestión sobre la que la ciencia puede decidir. La dificultad más fuerte está en decir que el hombre no es más que una computadora, que no tiene un principio espiritual. Como se ha mostrado  aquí, sería una afirmación absurda y contradicha por los hechos. Una visión materialista de la mente humana no deja de tener serias consecuencias.

Hecho a imagen de Dios, con entendimiento y libre albedrío, “el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien” (Catecismo 357).  Si el hombre es una simple computadora, no hay ninguna diferencia entre el “apagar” una vida y apagar una computadora; tampoco podemos hablar de derechos fundamentales del hombre; y ciertamente no hay esperanza de una vida después de la muerte.

En cambio, cuando uno lee que el cerebro humano tiene 1.000.000.000.000 de neuronas, cada una conectada a otras que oscilan entre  600 y 10.000, y que así, por lo que conocemos, forman la estructura más complicada del universo, uno espera que los científicos que se dedican hoy a desarrollar y difundir la ideología computacional lleguen algún día a apreciar la verdad y belleza de la doctrina de la Iglesia, y comiencen a maravillarse del Creador y su Creación