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Devoción a la Virgen de Guadalupe

La Virgen de Guadalupe en México “no es adorno: es destino”, dice Rodolfo Usigli. Está en todas partes y el que esté tiene relevancia para el mexicano. Su presencia indica la importancia que en la vida cotidiana le concede cada devoto: “en los pechos, resplandeciente en medallas; atenta al trabajo en talleres y fábricas; amorosa en la cabecera de las camas; vigilante en los pórticos, las calles, los caminos, los transportes; providente en los mercados y espacios públicos; compañera en las luchas cívicas; bautizante en los nombres de los pueblos y habitantes; confidente en sus bolsillos; bálsamo en sus penas; testigo en sus fechorías” (Fausto Zerón Medina, Felicidad de México, p. 118s).

Baste recordar su uso “como emblema identificativo de clubes, asociaciones, grupos musicales, tiendas, restaurantes, carnicerías, cantinas, farmacias, calles y avenidas, escuelas, sin olvidar los miles de personas y comunidades que llevan su nombre siempre repetido” (Félix Báez Jorge). En otras palabras, la Virgen “no se limita a ser la Virgen de Guadalupe... tiene otros asuntos que tratar en la tierra de México, fuera de los eclesiásticos... La Guadalupana sale de la iglesia al mundo para quedarse en él” (Usigli). Por eso la han recibido en los hogares, en los “changarros”, en las oficinas, en los estacionamientos y en las esquinas de algunas calles. Está en todas partes y sus beneficios son tangibles: cuando el gobierno de cualquier ciudad desea evitar que se tire basura en determinado sitio, se coloca una imagen guadalupana en él y asunto resuelto (José Manuel Villalpando). La explicación es sencilla: “nada ha demostrado ser más consolador, unificante y digno del más feroz respeto que la figura de la Virgen de Guadalupe” (Carlos Fuentes, El espejo enterrado, p. 156).

Octavio paz concedió un gran valor a la Guadalupana como elemento del alma mexicana y la consideró algo vigente y actual. Y no es casual que esto sea así ya que ella es la madre de todos los mexicanos. Nuestro país sobrevive gracias a su tradicionalismo, y es el culto a la Virgen uno de las cadenas que nos atan a ese pasado.

Un estudioso francés decía: “La permanencia de la devoción a la Virgen de Guadalupe en un México profundamente descristianizado (al menos en el medio urbano) merecería investigaciones de sociología religiosa (...) Su devoción es el tema central al que debe llegar inevitablemente todo estudio de la conciencia criolla o del patriotismo mexicano, a menos que parta de él (...) México es, a la vez que un espacio sagrado, el país de los hijos de Guadalupe”.

Ignacio Manuel Altamirano escribió: “el día que no se venere a la Virgen del Tepeyac en esta tierra, es seguro que habrá desaparecido, no sólo la nacionalidad mexicana, sino hasta el recuerdo de los moradores del México actual”. Si México llegara a olvidarse de la Virgen de Guadalupe, dice este autor francés, México dejaría de ser México para convertirse en otra cosa.

La Virgen de Guadalupe es, al iniciar el tercer milenio, sinónimo de la patria mexicana. Los mexicanos saben que la Virgen de Guadalupe los espera. “¿No estoy yo aquí que soy tu madre?”. Pero más que nada, la Virgen de Guadalupe es una seguridad, una certeza en la esperanza. Los mexicanos confían en ella. La historia de la Virgen de Guadalupe —su biografía como personaje de la historia de México— no ha terminado. Rodolfo Usigli dice: “la historia de la Virgen de Guadalupe está muy lejos de haber llegado a su conclusión. Parece, por el contrario, encontrarse a las puertas mismas de una transfiguración sin precedentes en la historia del milagro”.

Seguirá mientras los mexicanos acudan a ella, ya en la basílica, ya en los altares callejeros, ya en la intimidad del hogar, y mientras, como peregrinos en busca de su protección, sigan cantando a viva voz: Desde el cielo Una hermosa mañana, la Guadalupana bajó al Tepeyac.

El Nican Mopohua relata que, en la cuarta aparición en el Tepeyac a Juan Diego, la Virgen de Guadalupe le dice: “Escucha, ponlo en tu corazón, hijo mío el menor, que es nada lo que te espanta, lo que te aflige; que no se turbe tu rostro, tu corazón. No temas esta enfermedad, ni ninguna otra enfermedad, ni cosa punzante, aflictiva. ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa? (vv. 118-119).

Lo que acabamos de escuchar es una cascada de expresiones de intenso amor maternal. Juan Diego está en los brazos de la Virgen-Madre, a la manera como los hijos de las indias son llevados por éstas entre los pliegues de sus rebozos o inclusive cargados en la espalda.

Cuando el Fundador del Opus Dei vino a este país en 1970, se extrañó de encontrar a la Virgen de Guadalupe en muchos oratorios, pues él había escrito: “Cuando te preguntaron qué imagen de la Señora te daba más devoción, y contestaste –como quien lo tiene bien experimentado- que todas, comprendí que eras un buen hijo: por eso te parecen bien –me enamoran, dijiste- todos los retratos de tu Madre” (Camino 501). Y una vez que terminó su Novena a la Villa cambió de parecer, y dijo que no le parecía exagerado que apareciera frecuentemente esta imagen en los Centros de la Obra.

El 26 de enero de 1999, Juan Pablo II llegó por cuarta vez a México y tuvo la alegría de anunciar que, a partir de ese momento, el 12 de diciembre en toda América, se celebraría con el rango litúrgico de fiesta. El 26 de enero, al despedirse después de bendecir a México, el Papa habla con una conmovedora elocuencia: “Al concluir esta visita pastoral, quiero reafirmar mi plena confianza en el porvenir de este pueblo. Un futuro en el que México, cada vez más evangelizado y más cristiano, sea un país de referencia en América y en el mundo; un país donde la democracia, cada día más arraigada y firme, más transparente y efectiva, junto con la gozosa y pacífica convivencia entre sus gentes,, sea siempre una realidad bajo la tierna mirada de su Reina y Madre, la Virgen de Guadalupe. Para Ella mi última mirada y mi último saludo antes de dejar por cuarta vez esta bendita tierra mexicana. A Ella confío a todos y a cada uno de sus hijos mexicanos, cuyo recuerdo llevo en mi corazón. ¡Virgen de Guadalupe, vela sobre México!

En el año 2002 Juan Pablo II volvió a visitar México por quinta ocasión, para canonizar a Juan Diego, “el indio sencillo y humilde que contempló el rostro dulce y sereno de la Virgen del Tepeyac”, como él mismo lo explicó. De nuevo la apoteosis superó cualquier expectativa, y llegó a su máximo punto el martes 30 de julio, cuando, el ser recibido en el aeropuerto, el Papa repitió: “¡México, siempre fiel!”. Tres días duró su visita. Por eso, al llegar el momento de la despedida, el jueves 1º de agosto, la reacción del pueblo fue estremecedora, cuando el Santo Padre se dirigió a sus “amadísimos hijos de México” diciendo “me voy pero no me voy, me voy pero de corazón me quedo. Me voy pero no me ausento: México lindo, ¡Dios te bendiga!”.