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Crisis o país de zombis

1. Ya no solemos hablar simplemente de crisis o de época de crisis sino de una crisis de época, dándole a la crisis no sólo una dimensión permanente y duradera sino un vuelco en profundidad. Son muchas, sin duda, las crisis en que este cambio duradero y radical se desdobla: crisis social, de valores, de autoridad; crisis de instituciones, como el matrimonio y la familia; y crisis de personas, como las que atañen a la juventud o a la mujer.

2. La palabra crisis tiene que ver con la capacidad de juzgar, con el entendimiento, o mejor, con la falta de entendimiento y de comprensión de una situación dada. No se le encuentra significado, orientación ni razón de ser a las cosas, y esto de manera estable y duradera. Vivimos en un sinsentido generalizado y permanente. Si fuera algo pasajero y transitorio preferiríamos hablar de peligro o de riesgo, pero no de crisis, aunque éstas suelen tener sus momentos prominentes o de exacerbación.

3. Lo que afecta a las personas e instituciones humanas, como en el caso del matrimonio y de la familia, adquiere un carácter biográfico y marca la historia de las personas. Se vuelve personal y social. Es algo histórico también en el sentido de que durará algunos años, quizá décadas, hasta que encuentre su nivelación. Mirando un poco hacia atrás y rastreando su origen, podemos ubicar uno de sus elementos esenciales en la crisis de la mujer, el mal llamado feminismo, cualquiera que sea el contenido de sus múltiples acepciones.

4. La mujer, en efecto y con razón, se pregunta actualmente no sólo cuál es su rol o función en la sociedad o en el hogar, sino sobre todo lo que significa ser mujer. No se trata de hacer una tipología de la mujer, de señalar sus diversos modelos históricos, por ejemplo como cuando se habla de la mujer victoriana, sino de descubrir y descubrirse ella misma en su esencia, en su identidad. Juan Pablo II habló en este sentido y con propiedad del genio femenino.

5. La respuesta adecuada a esta legítima pregunta e inquietud no es fácil, no sólo por lo que requiere de reflexión e intuición personal, sino porque necesariamente implica a su contraparte, el varón, sin la cual no se puede comprender ni definir ni uno ni otra. La relación primaria y fundamental entre ambos no es sexual o de cualquier otro tipo, sino sexuada, es decir, ambos se necesitan para su identidad personal: el hombre necesita de la mujer para identificarse como varón y lo mismo la mujer respecto al varón; y cuanto más cada uno sea él mismo, tanto más perfecta será su identidad y estable su relación. La relación sexuada entre ambos precede y justifica cualquier otra relación posterior: sexual, amistosa, social; por tanto, sólo una antropología integral, es decir, que parta de la heterosexualidad, puede generar identidad, descubrir la dignidad y proporcionar bienestar.

6. La crisis de indefinición o de carencia de sentido del ser mujer lleva necesariamente a la incomprensión de lo que significa para el hombre el ser varón, con sus múltiples consecuencias psicológicas y sociales. Este es un viejo problema humano que ya el autor del libro del Génesis (2, 18ss) se planteó y resolvió genialmente: la soledad o indefinición del hombre se resolverá mediante la contemplación de la mujer. El juego de palabras del hebreo, ish-ischah, no es al acaso y en castellano habría que traducirlo con el binomio hombre-hembra, si este término no hubiera adquirido un cierto sabor peyorativo. Cuando alguno de los dos, tanto el hombre como la mujer, no tienen perfectamente definida su esencia y su rol social, se genera la confusión, se provoca la falta de sentido, se destruye el equilibrio y la armonía que exigen su condición racional e inteligente. Se pierde racionalidad y humanidad y el estrato inmediato inferior es la irracionalidad y la animalidad y en el descenso no hay límite. Los dos, hombre y mujer, son un solo ser; uno, sin dejar de ser dos; distintos en identidad e iguales en dignidad. Esta igualdad en dignidad, a pesar de ser natural, es decir, de responder a su constitución humana esencial, se vuelve inestable y problemática a causa de la otra dimensión esencial del ser humano, de su libertad y, por cierto, dañada por el pecado original.

7. Internándonos más en este proceso, la crisis de la mujer no sólo se vuelve crisis del varón sino de la institución matrimonial, de manera que al romperse la armonía entre ambos necesariamente se crea la confusión y se buscan los sustitutos que conocemos  lo largo de la historia llegando hasta la perversión, como puede verse en la carta a los Romanos (1, 26ss) y ahora se avala con el manto de la legalidad. Este es el sentido profundo del no es bueno que el hombre esté solo y de la ayuda proporcionada a él que Dios le ofrece y que él entusiasmado acepta y agradece. Cuando el uno deja de ser para el otro ayuda proporcionada a su dignidad, se pierde la identidad y se genera la maldad: ¡No es bueno!

8. En las últimas décadas, el cambio más notable y significativo que ha experimentado la mujer es el biológico, no en el sentido de que haya padecido cambios en su constitución somática, sino en su funcionalidad, es decir, en la separación de la sexualidad de la reproducción, como bien lo señaló el Papa Pablo VI en su profética carta encíclica Humanae vitae. Las ciencias médicas y la genética han introducido elementos nuevos y siempre novedosos en el ejercicio de la sexualidad femenina que no sólo han distanciado sino separado lo sexual de lo reproductivo, afectando también al hombre en su sexualidad y personalidad. Este cambio no es sólo biológico, puesto que el hombre no es pura biología, sino biográfico y humanístico, con alcances sociológicos, pues afecta desde la psicología de los individuos hasta las instituciones del matrimonio y de la familia y, con ellas, a toda la sociedad. Esta es una verdadera revolución que se origina en el campo de la sexualidad y de cuyo manejo depende, en buena parte, el desarrollo armónico de la sociedad. Quien no tiene suficientes elementos filosóficos y antropológicos, ni dispone de un campo bien definido de auténticos valores para enfrentar esta crisis, y se deja llevar por intereses particulares o de grupos, está llevando a las personas, mediante la disolución del matrimonio y de la familia, a un verdadero desastre social.

9. Puesto que este cambio revolucionario afecta la vida social en su conjunto: política, economía, cultura, religión, etcétera, la solución debe ser compleja y articulada. Es un proceso que no se resuelve sólo desde una sola vertiente como sería la conducta, la patología, la costumbre o la añoranza del ayer, mucho menos podrá enfrentarlos correctamente quien pretenda entender y ordenar todos estos cambios a partir de los contenidos ideológicos y empobrecidos de una legislación positiva, por más respetable que sea, sin tomar en cuenta y fundamentarse en la naturaleza misma de las cosas y las leyes universales que las rigen, comenzando por el sentido común. Otro género de intentos sería exponerse a violar los derechos naturales, universales y primarios de los seres humanos y sustituirlos por derechos secundarios, propuestos por grupos e intereses de particulares en detrimento del bien total de la sociedad. Proceder conforme a lo que ahora se llama políticamente correcto, es decir, lo que conviene al poder y a sus medios y grupos de control, es hacer lo socialmente incorrecto hasta llegar a lo moralmente perverso. Se corrompe por igual el lenguaje, las mentes y la conciencia con tal de camuflar la verdad e imponer la ideología. Este soborno moral  es mucho más grave que cualquier otro posible, incluido el económico, porque halaga el oído, debilita el pensamiento y adormece la conciencia. Se llega así a un verdadero zombismo moral,  como lo vemos en la barbarie criminal reinante y creciente y a la cual nos estamos acostumbrando. El mal llamado crimen organizado es hijo del crimen legalizado —impunidad— y de la conciencia acallada. Esta es una de tantas aberraciones a las que conduce la dictadura del relativismo ético y jurídico, propiciado por un laicismo intransigente, que se impone a troche y moche en nombre del moderno igualitarismo, es decir, de las mayorías manipuladas por minorías agresivas e intolerantes.