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¿Cómo te gustaría morir?

Puede sonar un tanto macabra, si no tétrica la pregunta, pero en cualquier caso no es vana; es más, es conveniente plantearse el problema de la muerte, si queremos tener una vida auténtica (en expresión de Martin Heidegger). Para darle el justo valor y medida a esta vida es imprescindible considerar el término de la misma, es decir, la muerte: el modo de vivir, de aprovechar el tiempo, de valorar las cosas, personas y sucesos varía en atención a esta variable ineludible, que con facilidad tendemos a olvidar, quizá por temor, indolencia o comodidad.
Pero ahora la cuestión, más que dirigirse a la realidad palmaria de la muerte, se orienta mejor al modo de la misma: ¿Cómo nos gustaría morir?, ¿cómo nos lo imaginamos? En el renacimiento, un importante rey, el Emperador Carlos V (el de los chocolates), seducido por esta realidad, quiso asistir en vida a su propio funeral, y se conmovió. Los reyes planeaban hasta las más leves variantes de sus ceremonias mortuorias, epitafios y sepulcros. Nosotros tendemos a olvidar el problema (o a pensar a lo más en un plan funerario), pero insisto, conviene que vayamos –si bien con la imaginación y el pensamiento- a ese postrer momento, que no sabemos cuando, ni cómo, pero que estamos seguros llegará.
Personalmente lo he pensado con frecuencia –quizá más en las horas depresivas-, y siempre le había pedido a Dios, “irme rápido”. Gracias a mi labor sacerdotal, y a la vida que me ha tocado vivir, he podido acompañar a más de alguno que ha debido de pasar por una larga agonía (meses, años) para cruzar el umbral de la muerte. Al ver lo lento, doloroso, desgastante que era el proceso, le pedía a Dios irme de infarto, de susto, de choque, de rayo, pero ahorrarme la dolorosa y, sobre todo, lenta antesala. Por ello no dejó de maravillarme y hacerme reflexionar la siguiente frase de Cicely Saunders: “A otros les gustaría morir de un infarto jugando al golf, yo preferiría tener un cáncer porque te permite la posibilidad de dar gracias, pedir perdón, decir adiós”.
Podrían pasar por unas palabras ligeras, vanas, dichas por alguien que estando saludable opina sobre lo que desconoce. No es el caso: Cicely fue fundadora del St. Christopher´s Hospice, hospital pionero de medicina paliativa en todo el mundo; es decir, se dedicó durante toda una vida a los enfermos incurables, desahuciados, para hacerles lo más llevaderos y amables posibles sus últimos años, meses o semanas de vida. Difícilmente puede haber alguien con más autoridad para hablar del valor de la vida humana en sí misma, despojada de todo añadido, o valor agregado, como el éxito, la fama, la fortuna, o el placer. Difícilmente se puede encontrar alguien que haya tenido un contacto tan profundo y constante con el dolor; una rama de la medicina, donde la meta no es la cura, sino que el “producto terminado” es un cadáver, y tener la dicha, de que se le ha ayudado a partir en paz, se ha hecho lo humanamente posible por alegrar los últimos momentos de vida de alguien que muchas veces es incapaz hasta de agradecerlo.
Su frase –debo reconocerlo- me ha hecho recapacitar; quizá imperceptiblemente me había ido contagiando por esa visión naturalista, pagana de la vida; quizá no la valoraba tanto por lo que es en sí misma: un don de Dios, una oportunidad, una tarea, sino por lo que de ella puedo obtener: experiencias, gustos, triunfos, placeres; o lo que a ella le puedo ofrecer: trabajo, eficacia, rendimiento, fruto, servicio. Quizá me había ido deslizando por esa pendiente utilitarista, incluso hedonista que termina por no comprender la vida misma. 
Esas valoraciones conducen imperceptiblemente a despojar de valor a la vida en sí misma, y dárselo por lo que son sus añadidos: valorar el plato más por la guarnición que por la sustancia. Dichos planteamientos son los que han inducido a algunas sociedades y posturas intelectuales a justificar la eutanasia, y los que hacen sufrir al enfermo, que al no sentirse útil, al sentirse un estorbo, no quiere “dar problemas” y prefiere “partir”. Algunas de las lecciones más ricas de mi vida me las ha proporcionado un enfermo desahuciado, y algunos de los tesoros más invaluables lo ofrecen sus miradas: lo más valioso que nos transmiten los enfermos terminales es el valor de la vida, y el no valorarlos supone que hemos comenzado a perder el valor de la misma.