Pasar al contenido principal

Amo la vida y lucho por ella, pero he perdido el miedo a la muerte

Una frase como esta salió de la boca de un hombre pocos días antes de morir. Es una de las últimas frases completas y legibles que pude escuchar de él, y que resumen quizá una vida. Estas fueron las palabras de Héctor Murillo, enfermo de cáncer, que días antes de Semana Santa, el 12 de abril por la tarde, dejaba a su esposa Sandra y a su hijo Leo, de dos años de edad recién cumplidos, en este mundo para irse al encuentro definitivo con Dios.
 
He sido testigo una vez más de la acción misteriosa y descarada de Dios. Señor, ¿por qué eres así?, ¿Por qué te lo llevaste tan joven? No lo sé ni lo sabré en vida acá, pero sí sé que la vida de Héctor, y particularmente sus últimos tres meses, perdurarán en mi memoria y mi corazón por el resto de mi vida. Héctor para mí era mucho más que un amigo y él, desde el cielo, no dejará que me equivoque al decirlo así.
 
Conocí a Héctor hace poco más de tres meses, hacia mediados de enero de este año 2011. Su esposa, Sandra, me pidió pasar por su casa a verle y animarle, pues para ese momento había recaído Héctor en el cáncer que tiempo atrás ya le había costado una operación complicada. Recuerdo que esa tarde Sandra me advirtió de su estado de salud y que le ayudase a animarse y alegrarse un poco.
 
Esa tarde pasé con ellos una hora, quizá hora y media. Pude platicar con él normalmente y conocerle. Hacía tiempo que no se acercaba a Dios formalmente y quedó impresionado que un padrecito joven, casi de su misma edad, estuviera a su lado. Me contó algunas cosas de su vida y de cómo había conocido a Sandra. Platicamos de Leo, su hijo de dos años, una verdadera joya. Poco más al rato, le administré la unción de los enfermos, y a partir de ese momento, sus ojos brillaron de manera muy especial. Entre algunas lágrimas, me agarró fuertemente de mi muñeca y me dijo: -"No me deje sólo, padre, porque esto no será fácil superarlo". Le había traído dos medallitas, una de la Virgen del rosario y otra del Sagrado Corazón. Héctor pidió que se las pusieran con una cadenita en la muñeca izquierda, y le encontró Sandra una cinta roja. Desde esa tarde hasta su funeral nunca se separó de esas dos medallitas, que fueron para él el signo de la compañía de sus dos grandes amigos y compañeros de camino.
 
Desde enero hasta abril pude visitarle varias veces. Siempre que le fui a ver, lo encontré acostado en la cama, pues no podía caminar a causa del cáncer. En cada visita sentía cómo Héctor se abría más y más, y de un conocimiento superficial, pude ver y experimentar el tipo de persona que tenía frente a mí. En la penúltima visita que le hice, dos semanas antes de su muerte, me pidió que le confesara. Hizo un repaso de toda su vida en más o menos media hora. Créanme que los dos terminamos ese momento con lágrimas en los ojos. Héctor, por la felicidad que después de mucho tiempo experimentaba de saberse en paz con Dios y consigo mismo, sabedor del poco tiempo que le restaba en vida; de mí, porque sentía cómo Dios le daba un abrazo enorme a este hombre, ya muy cansado y débil físicamente, y le decía: -"¡Ánimo!, ya falta poco".
 
Y el momento más fuerte que ambos disfrutamos juntos, fue pocos días antes de partir para la eternidad. Después de salir del hospital por una recaída fuerte, le visité en su casa para ver cómo estaba. A mitad de conversación, me toma del brazo y me dice: -"Padre, usted me conoce mejor que nadie, quiero decirle una cosa que resume mi vida y que quiero que Sandra y Leo sepan. Yo amo la vida y lucho por ella, y no sabe cómo, pero desde hace dos meses he aprendido y siento lo que significa la vida de verdad, y ahora también quiero que sepan que yo le he perdido el miedo a la muerte. Y lo he perdido porque valoro mi vida mucho más que antes y sé que Dios no me deja sólo para cruzar esta última puerta. Padre, no se olvide de estas palabras y no se aparte de mi". Comenzó a llorar y me abrazó como pudo. Ese momento no lo olvidaré jamás y como el mismo Héctor me lo pidió, no sólo Sandra y Leo lo sabrán sino quien escuche o lea este testimonio que ahora les comparto.
 
El lunes 11 de abril aún platicamos un rato. Héctor ya casi no hablaba, casi no respiraba, pero aún me recordó esta misma frase que he colocado como título de esta experiencia. El martes, 12 de abril, Dios le abrió la puerta de la eternidad. Un día muy singular, pues cumplía yo 16 meses de ordenado sacerdote. Dios me mandó un regalo muy especial ese día, darle el último empujón a quien ha sido para mí mucho más que un amigo: a Héctor.
 
No pretendo hacer una apología de la vida de Héctor, pues muchos saben quién ha sido y cómo ha vivido. No quiero canonizar a nadie. Sólo deseo compartir con ustedes parte de la huella que un hombre ha dejado en mi vida y que seguramente también puede dejar en la de ustedes.
 
Héctor, muchas gracias por haber compartido tantas cosas conmigo y por habernos dejado tantas lecciones. Nos vemos en la eternidad. Señor, gracias por haber conocido a esta familia y a este buen hombre; gracias por ser tu sacerdote y por haberme permitido ser tu instrumento una vez más. Así sea.